jueves, 30 de mayo de 2013

Un poema de Anne Sexton

ANNE SEXTON:LA POETA VÌCTIMA DEL SUEÑO AMERICANO
POR Nazario Soto
 
 
 
La pesadilla del conformismo anglosajon : un auto con el tanque lleno a la puerta, una casa con jardín y un perro fiel, un trabajo remunerado, y un matrimonio para toda la vida, mientras el resto de la Tierra se derrumba por la sobreexplotación; esa estúpida falacia que enajena las mentes de las clases medias a nivel mundial, esa ideología dominante con la que desde niños nos bombardean los medios de comunicación  programàndonos para obedecer ciegamente de por vida a nuestros supuestos amos; esas perversas patrañas conocidas con el eufemismo de "Sueño Americano", persiguieron y desgastaron definitivamente la psique enardecida de la poeta Anne Sexton. Nacida en 1928 en Newton Massachusetts, casi toda su vida lamentó el no haber podido estudiar una carrera universitaria, debido a haberse casado muy joven, quizá simplemente como tantas otras mujeres que aceptan el yugo matrimonial para escapar al materno o paterno: Víctima del sueño norteamericano lo único que deseaba era un pequeño trozo de vida :casarme, tener hijos, creía que las visiones, los demonios, las pesadillas, desaparecerían al confortarles con suficiente amor. Modelo de soñadores ojos azules, moderna ama de casa, madre de dos hijas(Linda y Joyce), interna en hospitales psiquiatrìcos(Seis intentos de suicidio), incansable lectora, poeta de sensibilidad y audacia exquisitas, conferencista que recorrió numerosas ciudades de su país leyendo em voz alta magistralmente su propia obra en legendarios recitales, Anne fue suprema maestra en el delicado arte de desnudarse en público, gritando su intimidad más descarnada en sus poemas:Cuando un hombre entra en una mujer, como un oleaje que muerde la orilla, una y otra vez, y la mujer abre la boca de placer y sus dientes brillan como el alfabeto. Sexton asumió aguerridamente la paradoja cruel de ser mujer-ese humano solidario e inconforme que no ha perdido la capacidad de iluminar con su fuerza la ignorancia de los hombres-en un mundo dominado  por lobos capitalistas sedientos lascivamente de ganancia económica(y esto es algo que las "feministas" de hoy deben de comprender a plenitud: que mientras subsista una sociedad estratificada en clases el autoritarismo machista seguirá reproducièndose): Dulce peso, en la alabanza de la mujer que soy, y del alma de la mujer que soy, y de la creatura central de su goce te canto. Me atrevo a vivir. Autora de poemas terribles, de una fuerza devastadora, denuncia el genocidio cotidiano al que la máquina lavacerebros quiere acostumbrarnos, el horror cósmico de un sistema que fríe a un niño para el desayuno diariamente, en su texto Después de Autschwitz (Autschwitz el campo de concentración nazi en Polonia, pináculo de la gran cultura occidental, crema y nata de la ideología racionalista, antecedente inmediato del control población que ahora pretenden imponer las grandes compañias) donde escribe: El hombre es malo.
-digo en voz alta.
El hombre es una flor que se debe incendiar.
-digo en voz alta.
El hombre es un pájaro lleno de lodo.
-digo en voz alta.
 Este vil hombrezuelo que destruye todo lo que toca- y que por lo pronto aùn domina enfermizamente nuestra sociedad-fue el verdadero culpable de que Anne Sexton,un 4 de Octubre de 1974, después de haber almorzado con su mejor amiga, decidiera ir a su garage, subir a su automóvil, y asfixiarse con el monòxido de carbono del escape, a la edad de  46 años. Su obra abrió una enorme brecha por la que seguirán transitando infinidad de verdaderos y verdaderas poetas, aquellos que saben que la poesía es la única arma que humaniza.
 
EN EL MUSEO PROFUNDO
Por Anne Sexton
Oh Dios, Dios ¿en què extraño rincòn me encuentro?
¿No morìa , la sangre corriendo poste abajo,
los pulmones luchando por aire, allì por el pecado
de cualquiera, mi boca agria entregando el espìritu?
De seguro mi cuerpo ha concluido. De seguro morì.
Y sin embargo, lo sè, estoy aquì. ¿Què lugar es este?
Frìa y extraña, me duelo de vida. Mentì.
Si, mentì. O bien por alguna cobardìa maldita
mi cuerpo no quiso renunciar a mì. Toco
ropa fina con las manos y tengo las mejillas frìas.
Si es el infierno, el infierno no es mayor cosa,
ni tan especial ni tan feo como se me dijo.
 
¿Què es lo que escucho, a mì viniendo entre
olfateos y pasos? Su lengua desplaza un guijarro
mientras se infiltra, soberano. ¿Como rezar?
Jadea:es un dolor con rostro
como la piel de un burro. Lame mis llagas.
Està herido, pienso, mientras toco su cabecita.
Sangra. He perdonado asesinos y putas
y ahora debo esperar como el viejo Jonàs, ni muerto
ni vivo, acariciando un torpe animal. Una rata.
Sus dientes me saborean; espera como un buen cocinero
que conoce su entorno.Se lo perdono,
como perdonè a mi Judas el dinero tomado.
 
Ahora sujeto a mis labios su suave llaga roja
mientras sus hermanas se amuchedumbran, àngeles peludos
que aceptan mi ofrenda . Mis tobillos son una flauta. Pierdo
caderas y muñecas. Tres dìas, a causa del amor,
bendigo esta otra muerte. Oh, no en el aire-
en el barro.Bajo ventanas pùtridas de sus raìces,
bajo mercados, bajo la cama de la oveja donde
la colina es alimento, bajo los frutos resbalosos
del viñedo, parto. Hacia el estòmago y las quijadas
de ratas someto mi profecía y mi miedo.
Muy por debajo de la Cruz, corrijo sus fallas.
Hemos conservado el milagro. No estaré aquí. 
 
 
 
 
DIJO EL POETA AL ANALISTA

Mi negocio son las palabras. Las palabras son como etiquetas,
o monedas, o mejor: como un enjambre de abejas.
Yo confieso que sólo me quiebra la fuente de las cosas;
como si las palabras se contaran como abejas muertas en el ático,
desabrochadas de sus ojos amarillos y sus alas secas.
Debo siempre olvidar que la palabra de uno es capaz de escoger
a otra, y de otra forma, hasta que tengo
algo que pude haber dicho…
pero que no lo hice.
Su negocio es vigilar mis palabras. Pero
no admito nada. Hago lo mejor que puedo, por ejemplo,
cuando puedo escribirle elogios a una máquina tragamonedas,
esa noche en Nevada: diciendo cómo la mágica bolsa acumulada
fue tocando tres campanadas sobre esa pantalla con suerte.
Pero si debiera decir que esto es algo que no es,
entonces me debilito, y recuerdo cómo mis manos se sintieron graciosas
y ridículas y llenas de todo
el crédulo dinero.
 
 

jueves, 23 de mayo de 2013

Ulises Paniagua, un cuento de ciencia ficción: Con boleto al inframundo

CON  BOLETO  AL  INFRAMUNDO
(Cuento)
 
Ulises Paniagua
 
Ulises Paniagua, Narrador y poeta.


            Uno puede ignorarlo todo y pensar, en un intento frustrado de evasión, en aquello que compone el corazón de un hoyo negro, o en la más insólita receta de cocina. Uno puede llevar la cuenta del mayor número de peldaños posibles, antes de ser engullido por la maquinaria que gobierna nuestro andar en una escalera eléctrica; o bien, esconder el rostro tras las ajadas páginas de un diario barato y amarillista. Uno puede hacer mil cosas para evitar el miedo; pero la realidad dicta que, una vez a bordo del vagón del subterráneo, estamos a merced del azar y la rapiña de unos cuantos.

 

            Sin embargo, deben saber que no siempre fue así, que aún hace catorce o quince años viajar en el subterráneo no representaba un peligro de muerte. Aunque en honor a la verdad, debo agregar que en aquel pasado inmediato no existía una violencia tan demente ni este terrible resentimiento de clases. El mundo que vivimos ya no es el de antes. Apenas ayer, uno de mis alumnos de secundaria preguntó cómo había iniciado todo este asunto de las desapariciones. No supe contestar de inmediato, tal vez porque la negación me ha obligado a no recordar el origen de nuestro terror cotidiano. He procurado hacer los recorridos de casa a la escuela, y de regreso a casa, bajo la mayor discreción y complicidad que me es posible.

 

Aunque este día, después del acto salvaje que presencié, tuve que reconsiderar el absurdo en el que parecen haber desembocado nuestras vidas. Hoy, una vez que abandoné el andén, con la camisa salpicada de sangre, la mirada perdida y el cuerpo estremecido de espanto; harto de  la indiferencia del resto de los transeúntes a los que acaso despertaba un poco de asco mi aparente falta de pulcritud, me asaltó el recuerdo de la mañana en que por primera ocasión (junto a la nota discreta que mencionaba el  injustificado asesinato de un conductor de microbús), la noticia sacudió a uno de los modestos diarios del país:

 
            “Horroroso crimen: encuentran cuerpo decapitado y desmembrado de oficinista en la línea dieciséis del metro”

 
            El recuerdo vino a mí, simple, escaleras arriba, cuando estaba por abandonar la estación del subterráneo. Mientras una horda de policías escandalizaba con sus vozarrones y el chasquido de las escopetas cortando cartucho al ingresar al túnel, yo me debatía en la búsqueda de un recuerdo angustiante. ¿Cómo aparecieron por primera vez estos seres tan temibles? ¿Bajo qué circunstancias? Me impresionó mucho la capacidad del ser humano para soportar  el infortunio, sin emitir siquiera una protesta soterrada. Es terrible esta resignación hacia la injusticia y la muerte. Al final, uno termina por aceptar la porquería de la que nos rodeamos cada jornada. Aunque, por supuesto, una situación como la presente, sobrepasa cualquier entendimiento.

 

            Pero esperen. Debo detenerme un momento antes de continuar mi relato. Lo hago con el afán de no convertirme en un cronista invadido por el sensacionalismo y la parcialidad. Me parece conveniente, en este punto de la narración, volver al origen. Empezaré por mencionar la emoción que sacudió a los ciudadanos al inaugurar una nueva línea de subterráneo. Tal vez, de esta manera, el relato cobre mayor sentido. De antemano ofrezco una disculpa si mis recuerdos no son tan precisos porque, seguro, esa es la función del tiempo en nuestra memoria: una confusión de sensaciones amontonadas unas sobre otras, a las que debemos acomodar como piezas de un gran rompecabezas, implicando, en el orden al que las sometemos, un esfuerzo poco confiable y hasta fortuito.

 

La inauguración de la nueva línea se celebró un primero de mayo. De eso sí me acuerdo porque, en concordancia con lo que dicta la ley, tuve un día de descanso. Guiado por el ocio y una curiosidad un tanto malsana, decidí acudir al evento, a falta de algo mejor que hacer. Incluso me animé a recorrer la línea después de que cortaron el listón. En uno de los andenes (lo ridículo que puede llegar a convertirse un acto oficial), montaron algunas mesas y sillas; prepararon los manteles y los cubiertos; y organizaron un gran banquete al que fue invitado el Presidente de la República, quien conducía las riendas del país en tan aciagos tiempos. Todos mirábamos, con una inocente fascinación, el despliegue del aparato de seguridad del mandatario, que nos mantenía ajenos a cualquier posibilidad de acercamiento. Ontiveros se apellidaba el pobre Presidente, me acuerdo bien.  También es nítido el recuerdo posterior de su muerte, misteriosa y oscura, en el último enfrentamiento entre dirigentes del Partido Tecnócrata para la Esperanza y el Burócrata de Oposición Nacional, ocurrida en plena Cámara de Senadores. Eran tiempos demasiado volátiles y politizados, y Ontiveros habría de ser una de las últimas victimas de aquél fanatismo de partido. No era un buen gobernante, eso es cierto; pero de cualquier manera espero que el cielo se haya apiadado de su alma.

 

Portento de lujo, comodidad y tecnología, el tren que se estrenó en el nuevo subterráneo, conmocionó el círculo de países del tercer mundo. Se trataba del primer metropolitano inteligente circulando en América Latina. Basta enumerar sus múltiples cualidades para comprender el boom que provocó con su irrupción: estaciones diseñadas bajo las más interesantes  tendencias de-constructivistas; vagones de policarbonato ligero, montados sobre rieles magnéticos que les permitían desplazarse a una velocidad de hasta doscientos veinte kilómetros por hora, equipados con un dispositivo automático contra incendios; monitores internos; pantallas gigantes en los andadores; anuncios publicitarios virtuales; conexiones inalámbricas de internet emplazadas, de manera gratuita, dentro del vagón. En resumen, una apología de ciencia, cables y poder.

 

Poco más de un año duró la felicidad en sus túneles, años de asentamiento nacional que preludiaban un mejor futuro para el pueblo. Lo de las desapariciones vino después, cuando el metro llevaba cerca de año y medio de servicio. Inició como un pequeño percance sin importancia, en uno de sus tantos recorridos. Fui testigo del acontecimiento, y el recuerdo viene siempre acompañado de violentas pulsaciones. Serían cerca de las seis de la tarde. Bajo un bochorno insoportable y el hedor acumulado entre los túneles, viajaba con el ceño fruncido. Hartos de un día de trabajo en las oficinas de la ciudad, los usuarios nos mirábamos con recelo, riñendo por un asiento como si en ello nos fuera la vida, atascados dentro de esa masa deforme de carnes y fluidos corporales. Actitudes naturales en la rutina natural de un hombre. Pero (siempre hay un pero) ese día iba a ser extraordinario. Yo sudaba, lo único que quería en ese momento era descender del maldito vagón y llegar a casa lo más pronto posible para darme un baño. Me sentía sitiado entre el gesto agrio de una anciana, quien no sé por qué motivo me miraba con insistencia hostil, y un enano que conservaba vestigios en su rostro de la última explosión de una procesadora de diesel, ocurrido unas semanas antes en una nave industrial de gran prestigio.

 

Entre las estaciones número doce y número trece, el tren detuvo su marcha. La luz redujo considerablemente su potencia, ante la incomodidad de los viajeros. No era la primera vez que se presentaba uno de estos retrasos, por lo que ninguno de los usuarios mostramos signos visibles de alarma. Se trataba (al menos eso fue lo que supusimos) de un apagón como cualquier otro. Con inmenso aburrimiento miré hacia una de las ventanillas: entre el débil parpadeo que parecía bombardear el interior del carro, un oficinista de mediana estatura, extremadamente flaco y entrado en años, abandonaba en ese instante el tren, saltando por aquella rendija minúscula. Antes de saltar, no obstante, me lanzó una mirada de rencor. Sus ojos fulminantes se clavaron en mí, de modo que evité su contacto. Por absurdo e inverosímil que parezca, ningún otro usuario se percató de tan extraño movimiento, o cuando menos, disimularon de maravilla. Por mi parte, estaba dispuesto a dejar que el hombre se perdiera en lo más recóndito del túnel y que jamás se volviese a saber nada acerca de su molesta presencia. Me había herido con la mirada.

 

  Pero un niño, (siempre es un niño el que nos conduce a salir de nuestro autismo social) quien restregaba su nariz contra uno de los cristales, vio pasar al hombre junto a la ventanilla, unos centímetros debajo de su campo de visión, trastabillando sobre los rieles, evidentemente ebrio.

 

            -Mamá, un hombre está caminando en el túnel.

 

-Cállate, niño, no digas idioteces – lo reprimió la madre.

 

-De verdad; asómate para que lo veas.

 

La madre, como es de suponer, atisbó curiosa a través del cristal, hacia el sitio que un pequeño dedo índice le señalaba. Hubo un grito un tanto teatral, casi ensayado. Luego rumores, interjecciones de asombro, ansiedad y diversión entre la multitud. Alguien activó la palanca de emergencia; y así fue como se inició el caos.

 

            El conductor apareció minutos después, llevando en mano una potente lámpara de halógeno. Inútilmente convocó al orden a la muchedumbre, quien  peleaba por alcanzar la mejor plaza para gozar del denigrante espectáculo.

 

–Un borracho camina allá abajo- apuntó la anciana de gesto agrio.

 

            Como una respuesta de reconocimiento ante la voz del conductor, la puerta se abrió. Lo vimos descender, cauto, en busca del usuario, quien ahora se confundía con la oscuridad. El haz luminoso de la lámpara se empequeñecía cada vez más, conforme el conductor se alejaba de nosotros. Me sentí asqueado, frustrado ante el percance; lo único que deseaba en ese momento era ver regresar al causante de tal desorden para sumarme a la ola de improperios. Pero el hombre no volvió; sólo regresó el conductor, muy afligido y pensativo.

 

-¿Lo encontró?

 

-No, es como si se lo hubiese tragado la vía.

 

Pero no se lo había tragado la vía; había sido devorado por los raptores. Claro, en ese momento nadie podía suponer una hipótesis tan descabellada. El incidente apareció en la penúltima página de un noticiero de oposición, a propósito de la proximidad de la elección de Regente de la Ciudad, denunciando la negligencia que demostraron las autoridades responsables de la seguridad en el subterráneo, al negarse a continuar con la búsqueda de un pasajero beodo. Poco después, apareció la nota que mencioné con anterioridad. Las siguientes noticias, aparecidas en un diario de circulación nacional, hicieron volver los ojos de toda la opinión pública ante tales eventos. Empezó a rumorarse sobre desaparecidos en pleno viaje, en los segundos que duraba un apagón; se presumía, por otra parte,  un truco publicitario ideado por mentes maquiavélicas, para distraer a las masas, dada la cercanía de las elecciones. Se especulaba sobre magia negra, venganzas de almas en pena, y sobre un posible asesino serial que encontraba, en el territorio comprendido entre las estaciones doce y trece de la línea, un sitio inmejorable para saciar sus pulsiones homicidas.

 

El peligro de cruzar el túnel se incrementó día a día. La propuesta de suspender el servicio en el sitio de las desapariciones obedeció a una lógica indiscutible, por lo que se puso manos a la obra. Algunas semanas la propuesta funcionó de maravilla. Pero las desapariciones, contraviniendo las expectativas de tal medida, comenzaron a producirse en diferentes estaciones y en otras líneas, algunas muy alejadas entre si. La región de los secuestros se extendió, estableciendo un juego de macabras permutaciones. La presión llegó a un punto en el  que fue imposible mantener a la televisión lejos. El gobierno de la ciudad y hasta el federal comenzaron a mostrar una alarma notoria.

 

            Se nombró entonces una comisión investigadora, conformada por el más selecto grupo de agentes de la policía secreta. Los tipos más rudos y brutales, que habían hecho gala de sus cualidades durante las marchas de estudiantes en la huelga general: el Sargento Orda, el teniente Peña y hasta el mismísimo general Echeverri, participaron en el operativo. Una multitud de curiosos los vimos internarse en los túneles, armados hasta los dientes con una dotación de granadas, potentes cuernos de chivo y escopetas con balas expansivas. Tras ellos, un grupo numeroso de agentes paramilitares incursionò a las estaciones de mayor riesgo. Los despedimos como héroes; los recibimos muertos. Cuarenta y tres hombres se habían atrevido a explorar los peligrosos senderos: sólo tres sobrevivieron; dos de ellos internados en el Hospital Militar, en estado de gravedad.

 

            El hombre  quien corriera con mejor suerte regresó, para sorpresa de todos, con algo más que su vida. Traía arrastrando el cuerpo inerte de uno de aquellos raptores. Las cámaras y los reporteros se arremolinaron a su alrededor para conseguir la mejor toma. El agente tenía el rostro del que vuelve después de visitar al diablo. Pronto la gran masa de reporteros se sobrepuso a la sorpresa de encontrarse ante el cadáver de una criatura tan brutal; y alentada por un instinto de rapiña editorial, inició un largo y desordenado interrogatorio, del que aquel sobreviviente sólo pudo huir, gracias a la protección de los cuerpos policíacos: “¿Qué pasó allá dentro? ¿Usted mató a la bestia? ¿Cuántas son? ¿Sabía que el resto de los integrantes de la expedición están muertos?”.

 

 Sí sabía. Claro que sabía.

 

-Sí, yo estuve ahí. Lo vi todo.

 

El cuerpo de la bestia fue conducido hasta un laboratorio genético subsidiado por una universidad gubernamental, donde se le realizaron exámenes de todo tipo. Tuve oportunidad de contemplar, por televisión, una fotografía del ente. Se trataba, de acuerdo a las afirmaciones científicas, de una extraña mutación humana, producida por la radiación y los desperdicios tóxicos derramados de manera ilegal por algunas trasnacionales en un río cercano a los linderos de la ciudad. La teoría que se manejó indicaba la presencia de un sigiloso manto freático que había conseguido, a raíz del movimiento de placas tectónicas en el último sismo, alargar uno de sus vasos hasta el interior de los túneles. Al parecer, aquella bestia, extraviada en la oscuridad, sedienta, había dado con uno de los abrevaderos que se formaron al paso de las lluvias. Medía cerca de dos metros y medio, poseía una carne verdosa, como la de un muerto. Los brazos y las piernas eran extensos y nervudos. Sus dientes, enormes y amarillos. La mandíbula desencajada sobresalía del rostro, que parecía cobrar un aspecto más primitivo debido a las narices chatas. Su cabello era larguísimo, cubría parte de su cara, concediéndole un aspecto más siniestro. Las ropas raídas, pequeñas, sucias; las manos y los labios presumían rastros de sangre. Los ojos sumamente irritados y una flacura descomunal, completaban un cuadro temible.

 

Se iniciaron las especulaciones acerca de su origen, aunque después de una cadena de intensos debates entre científicos y sociólogos, no se llegó a ninguna conclusión convincente. Pero cuando una mujer declaró haber reconocido, en el cuerpo del monstruo, a su hijo desaparecido años atrás, las dudas se diluyeron. Las investigaciones arrojaron un resultado sorprendente. El monstruo, tras una serie de estudios avanzados de fisonomía, coincidía, de manera irrefutable, con muchos de los rasgos del adolescente desaparecido. La mujer declaró que Abraham (tal era el nombre del muchacho) había escapado de su casa para refugiarse en la amistad de algunos niños de la calle, con quienes convivió mucho tiempo hasta que, de manera intempestiva, desaparecieron. La posibilidad de que el hallazgo no implicara un hecho aislado, llenó de ansiedad a los habitantes de la metrópoli. Muchos se preguntaron si habría más de aquellas bestias entre los túneles, y si podrían seguir viajando con absoluta confianza por las arterias del subterráneo.

 

La respuesta tuvo lugar en breve. Una semana más tarde, un segundo comando, realizando la misma acción militar (con mayores precauciones), consiguió capturar vivo a uno de los raptores. Lo condujeron a una celda, donde le realizaron una serie de interrogatorios, acompañados por las torturas practicadas por la policía de nuestro país. No es asombroso aclarar que la bestia era capaz de establecer conversación, pues después de todo era un humano, con voz cavernosa y ademanes animales, pero humano. Además, con semejante sesión de tortura, quién no podría confesar.

 

La voz rasposa de la bestia, sorprendió menos que su primitiva pero coherente capacidad de estructurar ideas:

 

-Somos –declaró a una prensa ávida, mostrando una mirada llena de resignación- personas, asó, como usé. Niños calle fuimos; no somos. Fuimos vivir a uno de los túneles, y allí hallamos comida rato; pero aluego no, ya no hubo. Y se nos ocurrió comer, no sé, a un perro perdido, estaba enfermiko... sintió nada. Y aluego comimos ratas, y cosas. No sabia que aquellos animales, y aquel perro, tenían bebido del charco brillante, el que confunde sentidos, o cosa asó. Bebimos de su sangre. De perro enfermiko y de ratas Hacía sed. Y aluego nos cambiamos cuerpos, poco poco, y nos fuimos siendo fuertes y raros. Eso llevó tempo, no fue de días, ni pocos mese. Luego nos gustó beber más agua brillante. Y aluego no se nos ocurrió gente comida, nos bastaban ratas… pero el borracho llegó y despertó nuesa hambre, y el nueso odio. Y líder dijo debemos matar maldita sociedà, nunca entendieron niños calle. Así organizamos y nos metimos con nuesas mujeres, somos muchos, seremos más muy pronto...y matar es lo queremos. Puta sociedad muerta. Volvimos fuertes, y somos dentro de túneles mejores que tú; y no salimos de túneles porque nos matar. Queremos nuesa vida: ustedes fuera, nosotros dentro. Todo felicidad...somos muchos.”

 

Ofendido ante tal declaración, el Presidente envió un ejército de quinientos hombres a exterminar a los raptores. Se rememora ahora, a la distancia, como histórica aquélla terrible masacre de soldados. Cuentan que murió la mitad del comando y un medio centenar de raptores, quienes habían aprendido a batallar bajo el sistema de guerrillas bajo tierra (se intuía que entre los niños de la calle, había algunos que alguna vez se acercaron a una orientación militar). La batalla fue espantosa. Los túneles apestaban a sangre y a cuerpos descompuestos.

 

Atemorizados algún tiempo por el ataque, los raptores se ocultaron entre las rendijas de sus territorios de concreto. Se replegaron, apretando los dientes con rabia, babeantes ante el recuerdo de las balas silbando sobre sus cabezas y las de sus hijos; ante el recuerdo de sus hermanos muertos. Las autoridades pensaron que, una vez hostilizados, no se atreverían a atacar de nuevo, de modo que se tomó la decisión, tras algunos de meses de una sospechosa tregua, de reanudar el servicio del subterráneo, como una solución al tráfico caótico que comenzaba a transformar la ciudad en una megalópolis intransitable.

 

Se equivocaron una vez más. Los raptores recrudecieron sus incursiones, intensificando sus procesos de intimidación una vez que se reanudó el servicio: ahora hasta se tomaban el tiempo de devorar a los pasajeros en plena marcha, arrancando cada uno de los miembros de la víctima con cruel parsimonia, exhibiendo su rencor ante los pasajeros al acercarles la cabeza de alguno de los muertos, o escupiendo los ojos de las victimas a sus pies, mientras gritaban que los niños de la calle ahora sí poseían un reino.

 

Se les unió, tiempo después, un grupo de niños cansados de crecer en la miseria, quienes veían la vida dentro de los túneles como una oportunidad de experimentar una especie de jungla citadina. El gobierno, por su parte, tras la siguiente sucesión presidencial, y aún bajo el mismo apoyo de algunos agentes de la C.I.A., intentó exterminar a los sublevados peleando diversas batallas en contra de ellos. Mataron a muchos, pero no pudieron exterminarlos. Finalmente, se dieron por vencidos.

 

De eso hará quince o dieciséis años, no recuerdo con precisión. Ahora estamos acostumbrados a ellos. Siempre que uno aborda un vagón, sabe de antemano el riesgo al que se expone. Las estadísticas revelan que uno de cada ciento sesenta y cinco viajes es atacado por un raptor, y al menos un pasajero es devorado. Por otra parte, es imposible cerrar las líneas del subterráneo, debido a que se ha convertido en el único transporte eficiente al alcance de la masa proletaria (son demasiados los automóviles de la clase empresarial como para intentar establecer una red de autobuses o algo similar en el exterior). A fin de cuentas, al gobierno no le interesa demasiado la clase proletaria. Baste decir que a las desapariciones ya les hemos encontrado nombre: les denominamos “riesgos de tipo fortuito”.

 

            De modo que hoy no resulta extraño que los usuarios viajen bien despiertos, al acecho, tratando de no convertirse en víctimas del previsto ataque. Resulta familiar, por otra parte, realizar un viaje común en una jornada de trabajo y de repente hallarse ante un apagón. Es entonces cuando la sangre se hiela y los músculos se contraen. Después, no es difícil escuchar los malditos y pesados pasos sobre el vagón, para contemplar, un par de segundos después y con desconcierto, a uno de los raptores deslizarse dentro, después de quebrar uno de los cristales con habilidad, afianzándose con sus largas garras al techo, para después desprenderse en un movimiento furtivo, tomar a su víctima por los cabellos, y escapar arrastrándola, en un movimiento en el que el cuerpo de la víctima, desnucado, se deja conducir como un guiñapo. Eso, claro, si no se toman la molestia de destazarlo dentro. Así que cuando el tren frena su marcha y se produce un oscuro, la cosa es para alarmarse. La sangre hierve y se sabe uno en peligro. Esa es la casa de los raptores, de los ex -niños de la calle, hambrientos dentro de su territorio. Ellos nunca avisan. Ellos entran, toman su presa y se marchan, dejando los cristales salpicados de sangre. A veces parecemos ignorar los hechos, para que nuestras vidas sean más llevaderas; pero cuando sucede, como me tocó presenciarlo esta mañana, cuando un trozo de carne cruda nos mancha con sangre la frente, acusatorio, es inevitable llorar un poco, o maldecir nuestro destino.

 

Estoy convencido de nuestra condena en vida. Pero hay un lado bueno en la tragedia: ahora, al menos, sé que contestar a mi alumno; puedo recordar a la perfección como sucedió. Los raptores tienen un origen más remoto que el que les atribuimos: surgieron cuando aprendimos a construir una ciudad sustentada en la indiferencia y la desconfianza del otro, cuando olvidamos que los niños de la calle formaban parte de nuestra especie y de nuestro tiempo. Hoy por hoy, la voz de los niños de la calle me asalta de vez en cuando, en plena noche, al despertar de un mal sueño, lo que no es poco frecuente. Sus palabras son claras e incriminatorias; me es imposible apartarlas de mi memoria en noches de desesperación:

 

 

-Nuesa libertad dentro, vuesa vida fuera, asó todos felicidad.

 

Sin embargo, tengo que reconocerlo con vergüenza, después de unos minutos de intranquilidad, uno de esos ratos pesados en que uno se agita en la cama de un lado al otro, sin poder conciliar el sueño; después de permanecer recargado en la cabecera, con los ojos abiertos y respirando con dificultad; después de una de esas veladas que parecen interminables, en las que uno piensa un poco en la falacia de la inmortalidad y otras menudencias; aún a nuestro pesar, debo reconocer que uno vuelve lentamente a recuperar el sueño, como hace un crío, y entonces es posible dormir durante algunas horas, ajeno a los problemas cotidianos, como si nada de nada estuviera ocurriendo en alguna parte de la ciudad. No cabe duda: es impresionante nuestra capacidad natural de adaptación a un medio hostil. Somos peores que las cucarachas.

 

Extracto del libro "Patibulario, cuentos al final del túnel", Editorial Fridaura, México 2011.


 

 

 

 


jueves, 16 de mayo de 2013

La llama y la caricia, un poema de Ulises Paniagua

 
La llama y la caricia
 
 
Ulises Paniagua
 
 
 
 
Lo que se deja en el lenguaje de la llama y la caricia
no es el áspero color a humedad de la entretela
no es la savia de la figura, el recorte de una presencia
el enlace de dos vientres, la persecución desenfadada
ni el vahído, el acercamiento.
 
Lo que se deja en el lenguaje de los que aman
-cuando en el umbral se aman-
es alba intuición, ese algo, cualquier algo
un trasatlántico en hundimiento al cual asirse con enardecidas zarpas:
lo que semeja al color de la humedad, la presencia, ese vahído.
 
Un letargo atemporal que florece
que no se palpa con las yemas ni la memoria de lo mirado
Eso es lo que queda:
el arrullo de luz, el perfume de un halo, la vibración en la cuerda.
 
 
 
Ulises Paniagua, Derechos reservados, 2013.
 
 
 
 
 


miércoles, 15 de mayo de 2013

CD "Cuadriversiones", del Colectivo Pena Ajena


Un cuadrivector, en la física cuántica, implica la manera en el tiempo-espacio, en que distintos espectadores observan e interactúan con un mismo punto. De la misma forma, el Colectivo Pena Ajena considera, de manera firme, que el acto creativo se observa también desde distintas interpretaciones. Es la mirada del artista la que hace diferente la interacción con un objeto creativo temporal y dimensional.
     Cuadriversiones, primer disco que presenta el Colectivo Pena Ajena, nace de una serie de sesiones que, en un inicio, tuvieron como fundamento ejercicios de jamming (improvisación) musical, pictórica y poética. El resultado: 10 piezas de magnífica manufactura que se escuchan con deleite y atención. La voz poética corre a cargo de Ulises Paniagua, narrador y poeta. En la guitarra, Eduardo Arana Segura, coordinando también la gestación musical; en las imágenes Luís Alanís Téllez.
     Colaboran en el disco: Brenda Herrera Villalobos (voz cantante); Javier Carreón, jazzista (bajo eléctrico); Japhlet Bire Attias (Chapman Stick); Alan Herrera Villalobos (sintetizador); Andrea Macías (diseño del Cd); y Miguel Ángel Sainz, en un texto poético. Se trata de un trabajo con escasos precedentes en México, que vale la pena escuchar. Por si fuera poco, el Cd incluye un fragmento del poema "El escriba otra vez", del poeta uruguayo-mexicano Saúl Ibargoyen, Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer.
    El disco puede conseguirse en esta dirección: https://www.facebook.com/pena.ajena.52?fref=ts.
El Colectivo Pena Ajena es una red de artistas, fundada en el 2008, en la búsqueda del proceso lúdico en la creación. Se trata de un trabajo enfocado en apreciación de la infinita libertad artística.





jueves, 9 de mayo de 2013

"Historias de la ruina", un cuentario de Ulises Paniagua

Prólogo al libro "Historias de la ruina", de Ulises Paniagua
(Sediento Ediciones, Coleción Lengua de Gato, 2013)
 
 

Por: Glafira Rocha


Una ruina implica destrucción, un proceso de decadencia, son los restos de un todo que quedó fragmentado por el olvido. La ruina es el abandono del sí mismo, el despojo del ser que no encuentra su lugar en el mundo. Historias de la ruina nos lleva a un universo donde sus personajes deambulan entre lo que fueron y lo que desean ser, caminan por los fragmentos de un edificio que quedó derruido por el tiempo, por una estructura que no tiene forma exacta porque aún se está reconstruyendo. Estimado lector audaz, estás entrando en una dimensión que tal vez te llevará a las reminiscencias de ti mismo.
      Ulises Paniagua, es, además de un literato, un arquitecto de profesión, es decir, que conoce cómo se le da vida a una construcción y cómo devolverle una nueva estética a aquella edificación que se perdió en el abandono. Esta habilidad es notoria en cada uno de los cuentos. Inicia con “Juguete chino” que funge como un instructivo, el cual indica que, como en Las mil y una noches, un cuento se hila con otro hasta regresar de nuevo al principio, donde el inicio no será el mismo pues ya se tiene la experiencia de la primera vuelta. Esta travesía literaria se mezcla entre la voz en primera persona y entre el narrador omnisciente que cree que todo lo sabe, pero en realidad los personajes lo engañan al ocultar secretos. Esto se puede ver en “Para domar las furias” donde el personaje, un ingeniero en una obra en construcción, sucumbe a la fantasía de sus trabajadores, a las leyendas, que como símbolos nos persiguen y nos atrapan en el momento en el que creemos en ellas.
      En cada uno de los cuentos de Historias de la ruina, podremos encontrar a un ser que se tambalea entre lo que es y lo que debe ser e intenta salir de una vida inauténtica. El filósofo Martin Heidegger, decía que la existencia auténtica es como el llamamiento de la Conciencia, que comprende al silencio y a la angustia en sus más extremas posibilidades, y sus posibilidades consisten en ver su nada. Este ser auténtico es un modo privilegiado del conocimiento. Sólo en este modo es que se ve la verdad, porque la define, sólo en él se ve la perfecta transparencia de estar consigo mismo, a diferencia de la vida ordinaria, la inauténtica, que se establece y se mueve en la no-verdad, sin embargo, es en esa no-verdad donde aprendemos y aprehendemos el camino para llegar a casa, es decir, hacia nuestra existencia apropiada. En este libro que tienes en tus manos, excelente lector que subraya y hace anotaciones, lo anterior se traslada a una serie de voces que se descubren sometidas al devenir de la costumbre y buscan una salida. En “Historia del desasosiego” aparece la siguiente frase que funge como la esencia del libro: “Enfrentarse es destruir la imagen que se tiene de sí mismo, desatar los lobos de la conciencia, desplomarse desde un cenit indomable”. En el cuento “La rampa”, Ulises dice: “No hay nada seguro en este mundo excepto la conciencia de que podemos desprendernos a través de historias resguardadas bajo capas de otras historias”. Cada personaje está en una indagación hacia sí mismo, porque es desde ahí donde podrá reconocerse. Esto nos recuerda a Julio Cortázar, quien en sus cuentos mostraba las capas externas de una narración, cuyo fondo es en realidad lo que provoca en el lector una sacudida estructural. Eso que no está dicho, pero que está ahí, aquello que es lo que nos lleva a continuar inmiscuido en una lectura que trastoca a la expresión, porque no está encaminada a la parte consciente del hombre, sino a un nivel más hondo que se sitúa en un inconsciente que se expresa a través del lenguaje cifrado, en poesía. El mismo Cortázar lo menciona claramente en Rayuela, capítulo 62: “así, al margen de las conductas sociales, podría sospecharse una interacción de otra naturaleza, un billar que algunos individuos suscitan o padecen, un drama sin Edipos, sin Rastignacs, sin Fedras, drama impersonal en la medida en que la conciencia y las pasiones de los personajes no se ven comprometidas más que a posteriori. Como si los niveles subliminales fueran los que atan y desatan el ovillo del grupo comprometido en el drama”.
    Historias de la ruina, querido lector macho (Cortázar) une una historia con otra a través de pequeños guiños, que nos indican que cada elemento se relaciona con otro para formar la unidad, una singular narración que con toda libertad puede prestarse, incluso, a sus personajes, sin necesidad de que esto implique que por sí mismo, cada universo narrativo, tiene su propia integridad. Esto nos lleva a Louis Aragon en La mise á mort: “un texto para el que no tenemos clave. Ni si quiera se sabe quién es el héroe, positivo o no. Hay una serie de encuentros de gentes que uno olvida apenas las ha visto y de otras gentes sin interés que reaparecen todo el tiempo. Ah, qué mal hecha está la vida. Uno trata de darle una significación general. Uno trata. Pobre diablo”. Un ejemplo de esto aparece en el cuento “Crónica del Minotauro”: el hombre y el animal se trastocan, intercambian roles y es el segundo por quien tenemos misericordia. El toro es un expresidente, que es puesto en el ruedo para que se lleve a cabo la fiesta brava. Un torero sale con sus banderillas para hacer de la masacre un arte, en donde miles de espectadores vituperan y piden venganza. Los cargos que se le imputan a ese pobre animal son los de alevosía, ventaja o premeditación contra los recursos naturales de la nación, su economía y/o desarrollo tecnológico o cultural. El hombre se ha convertido en su propio verdugo.
Ulises Paniagua, teje estas historias, desde una introspección que hace que cada elemento literario se transforme en una búsqueda del ser hacia algo que intuye y se dirige a lo desconocido que es él mismo. Lector entrañable, te invito a adentrarte en esta edificación bordada con filamentos de palabras que renacen de las ruinas.

 
 
Glafira Rocha
(Culiacán Sinaloa, 1974) estudió la licenciatura en Letras Hispánicas y la Maestría en Filosofía. Es Narradora, Dramaturga y Guionista. Tiene publicados: Azul, El rumor de los días que vendrán, en la Editorial Tierra Adentro y Tales cuentos en la colección Palabras del Humaya. Recibió Menciones  honoríficas en el IX Premio Nacional de Cuento Carmen Báez y en el Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo 2002. Ha obtenido las becas de la Fundación para las Letras Mexicanas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, así como el apoyo del Instituto Nacional de Cinematografía en su Programa de Estímulo a Creadores.  




Dos historias de horror, de Ulises Paniagua

Entrego aquí un par de cuentos de horror, contenidos en el libro "Nadie duerme esta noche", Editorial Fridaura, 2012. El segundo de ellos, "La colección", obtuvo una mención honorífica en el Concurso Nacional "Criaturas de la noche", convocado por el Instituto Coahuilense de Cultura, en el año 2007. Espero que este par de historias consigan hacerles estremecer.



Presagio 135

 

“Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín (al diablo), y lo desafié

a que tocara para mi alguna una pieza romántica. Mi asombro fue enorme

cuando lo escuché tocar con  gran bravura e inteligencia una sonata tan

singular y romántica como nunca antes había oído…”

 Sueño de Nicolo Paganini, una noche de 1713

 


Despiertas.

A tu alrededor hay un espacio amplio, casi en abandono. Ni un alma caminando los pasillos. Ningún autobús en los andenes. Un calor sofocante lo envuelve  todo. Una densa neblina se apodera de la central camionera después de la ligera llovizna.

 A lo lejos, proveniente de algún estéreo cercano llegan las notas del Romance, la célebre pieza para violín. Es extraño. En veinticinco años de carrera artística nunca pensaste escuchar una pieza clásica a altas horas de la noche en un lugar rodeado por caserones y rancherías.

De la puerta de una bodega sale una mujer madura, vistiendo un  camisón. Su cabello es largo, de un castaño profundo. Su cuerpo se trasluce compacto, firme, pero no se te antoja atractivo. Se encamina hasta el mostrador de una tiendita improvisada dentro de la terminal. Parece preparar un café. Puedes verla allí, de espaldas, en la penumbra y concentrada en su labor. Su figura impone. No tiene alguna particularidad, apenas hace ruido. Pero por algún motivo te parece amenazante. Dentro de ti algo se agita. Sientes la alarma. El calor aprieta. El volumen de la música se intensifica. Entra un coro de agudos inquietantes. La mujer gira hacia el asiento desde donde contemplas la escena. Se dirige despacio hacia ti, emergiendo desde la penumbra. Sientes miedo. No sabes por qué, pero sientes miedo. Ante ti aparece un cuadro terrible. Puedes verla: en su faz hay un par de cuencas sin ojos, como una virgen católica que llora sangre. Gotas de sangre que escurren hasta el camisón, manchado; iluminado apenas con la luz de alguna lámpara incipiente. Ella sonríe, cómplice.

Las bocinas de la terminal anuncian:

-Pasajeros con destino a la Ciudad de México, favor de abordar el autobús 135…

 

Despiertas.

Sabes que estuviste a punto de gritar. Malditas pesadillas que no dejan de perseguirte desde la visita a la hacienda de Rómulo Renán, el famoso ensayista que un día se obsesionó con los estudios sobre demonología. Miras a tu alrededor. La terminal está desierta. Los grillos se vuelven bulliciosos. Echas un ojo al reloj. Pasa de la medianoche. El autobús debía haber llegado hace quince minutos.  Comienzas a perder la tranquilidad. Sientes el impulso de sacar el violín, despojarlo de su estuche gélido y conservador para interpretar alguna pieza triste, propia del ánimo que promueve la soledad del sitio. Pero cambias de idea cuando a lo lejos los primeros compases del  Romance  te erizan la piel. ¿Quién demonios escucha a Beethoven después de la medianoche? Parece una broma malsana de un culto perdido en este pueblo mugroso. Te dices que no tienes nervios para soportar estas cosas.

Algo te obliga a revisar tu celular. Hay un mensaje de Rómulo Renán: Pase lo que pase, no indagues  los senderos de la locura. La Papisa lo dicta.  Ocioso desequilibrado. A quién se le puede ocurrir proseguir asustando de esta manera a un hombre en una noche tan extraña. La música se escucha con mayor claridad. Este ir y venir entre pesadillas en la última semana te obliga a considerar el estado de tu cordura. Piensas en Rómulo. En sus desvaríos. Los recuerdos desfilan ante tu mente como agitados flashbacks que intentan reconstruir una historia: la carta que aparece de manera misteriosa, una tarde cualquiera, debajo de tu puerta. Tú mismo leyendo las líneas de esa carta. ¿Por qué no mandarte un mail, para qué resolverlo de una forma tan anticuada? Renán pidiendo ayuda, implorando a un viejo conocido una visita para aclarar sus ideas. “Soy capaz de horrorizar a la más tierna de las historias” dicta un fragmento apenas legible en la misiva.

Haces tus maletas y partes al encuentro de ese viejo compañero que parece haber perdido la razón. Pero en secreto te inquietas al pensar que al reunirte con él, será inevitable el re-encuentro con Giovanna, el gran amor, el tempestuoso amor de tu juventud. En los archivos pretéritos desfilan las imágenes de Giovanna tomando cursos de latín en el liceo y su fabuloso interés por citar ejemplos de mujeres insurrectas en el quehacer histórico. Su preferida: Lilith, la mujer capaz de renunciar a Adán y a los designios de Yahvé para mantener su libertad, su derecho a ser en toda la extensión de la palabra. Su segunda predilección: Juana, la mujer que, según una oscura leyenda, llegó a adueñarse del papado en el siglo IX D.C.

 Giovanna te pareció siempre brillante y sorpresiva. El momento cúspide de tu admiración por aquella chica fue el día que te confesó que había iniciado sus trámites para la apostasía, que estaba convencida de que no existía mejor manera de conseguir la liberación que sacudir un yugo bautismal que nos había sido impuesto cuando aún no teníamos edad suficiente para decidir si queríamos pertenecer a algún círculo religioso. Mientras te contaba sus planes, miraba las gárgolas de la catedral, disfrutando de un café exprés. Esa tarde también te habló de los reikon. Giovanna amaba las costumbres del lejano Oriente. En esa época, estaba muy interesada en la concepción de los espíritus en la cultura japonesa.

-Si alguien se muere –me dijo muy seria- su reikon deja su cuerpo para habitar un espacio neutro, donde convive con sus antepasados. En Japón piensan que puedes contemplar la aparición de tu propio fantasma, que puedes desdoblarte de ti mismo para recibir un anuncio, como la muerte de un familiar; o para alertarte de algún peligro. Si algún día estás en peligro o muero, te lo haré saber por tu reikon.

-Giovanna –repusiste- Eres demasiado brillante para creer en esas costumbres primitivas.

La imagen de ella pareciera ahora nítida, incluso palpable. Evocarla es doloroso.

 

 El autobús se estaciona. En una pizarra electrónica, una y otra vez, aparece el destino del viaje: Ciudad de México….Ciudad de México….Ciudad de Méx… Desvías tu atención ante un chofer entrado en años que acciona el mecanismo de la puerta. Exhalando aire, la puerta abre. Entonces escuchas, ahora sí de manera nítida, la melodía de violín  que escapa desde el interior. De modo que de aquí provenía, te dices, un poco avergonzado por tu sugestión. Te cuelgas la mochila de viajero. Tomas el estuche de tu instrumento, te arreglas el cuello de la camisa, sin saber para quién te interesa verte elegante, y te preparas a abordar.

El conductor, desde su sitio, te mira un poco aburrido, un poco aliviado al encontrar un ser vivo esta noche.

-No crea que soy muy culto –confiesa- Es que me dijeron que en la estación esperaba un concertista, y quise buscar la manera de hacerle agradable el viaje.

-¿Y por qué Beethoven? –te animas a preguntar.

-¿Por qué quién?

No quieres continuar con esta conversación. Sabes que no hay tema entre un melómano empedernido y un hombre ordinario. En ese momento la angustia vuelve a apoderarse de ti. Cómo podría saber este hombre que eres músico. Claro. El estuche. Algún intercambio vía radio. Además, el pueblo no es muy grande, te convences para encontrar la lógica de los hechos. Pero si el pueblo no es muy grande, eso quiere decir que Rómulo supo siempre donde te alojabas, que no habías partido. Quizás sólo había estado jugado al gato y al ratón contigo.

-Suba, señor. Ya no esperamos a nadie.

Asciendes la escalinata, te sientas tres lugares detrás del conductor, en el lugar que se halla junto al pasillo. Miras por encima de tu hombro. El autobús está desierto. Te recuestas sobre el respaldo. El chofer cierra la puerta. Enciende un cigarro, arranca el motor, y pone el vehículo en marcha. Comienzas a padecer el peso de las horas y la fatiga infligida por los sobresaltos de los últimos días. Te abandonas al sopor, al arrullo sordo de la marcha. El conductor vuelve a encender la radio. Esta vez es Mozart. El concierto G para violín,  KV 216.

 

Despiertas. Miras a través de la ventanilla. Una densa niebla impide  encontrar un objeto más allá de dos metros. Por el cristal del frente, el autobús devora las líneas de la carretera, que se van iluminando con el paso de los faros de halógeno. Giras hacia la derecha. Una sombra gigantesca agita una daga brillante entre las penumbras. Descarga un golpe sobre ti.

 

 

Esta vez sí gritaste. El chofer te mira a través del retrovisor, curioso. Sabes que gritaste. Tuvo que ser así.

-¿Le pasa algo? –su tono parece sincero.

-Discúlpeme. Estos días no he podido dormir bien.

Entonces te das cuenta de que la música parece haber cesado desde hace largo rato. Tratas de mantenerte despierto. Sacudes la cabeza de un lado a otro. Te tallas los ojos. Intentas reconstruir los hechos. El pasado duele.

 

Giovanna te dijo un día que le gustabas. Que eras un chico muy agradable, de una sensibilidad…¿cuál fue el término que usó para describirla? Sí, claro. Irresistible. Creo que sólo ella presentía que podrías convertirte en uno de los mejores violinistas del país. Luego te confesó que si le pidieras que fuera tu novia, no habría forma de negarse. Pero tú eras demasiado tímido, demasiado joven o muy imbécil y no pudiste responder ninguna palabra amable. Te limitaste a contemplar un viejo libro de Baudelaire  (quien en ese entonces era tu poeta preferido), y asentiste en silencio, procurando encontrar en tu corazón el coraje suficiente para declarar el amor que profesabas. Entonces recibiste una llamada. Preferiste atender al celular a un amigo que te invitaba a tomar una cerveza en un barcillo para estudiantes. Miraste a Giovanna con una desolación inmensa. Y antepusiste un “Gracias por todo.” al deseo infinito de dejarte consentir por uno de sus tiernos abrazos. Tuviste miedo. Tanto. Pobre criatura. Vinieron las vacaciones de verano. Giovanna se inscribió al propedéutico para estudiar la carrera de letras inglesas, y allí conoció a Rómulo, quien la deslumbró con su refinada educación, su trato cortés y una lucidez asombrosa. Sería inútil averiguar si el despecho ante tu cobardía ayudó a que ella decidiera entablar un noviazgo con él. A partir de entonces tus relaciones con Giovanna se volvieron tortuosas, hasta llegar a ser incluso insoportables. Rómulo, en cambio, ignorante de tu entrañable amistad con su nueva novia, te conoció en el slam de poesía que organizaron los estudiantes de Filosofía, y te brindó una amistad cordial y desinteresada que no haría más que aguijonarte el corazón durante tu estancia en el campus. Para ti, concluir los estudios fue lo mejor que pudo suceder durante esos años de titubeos.

 

 Cuando llegaste a la mansión de Rómulo, supiste que los habitantes del pueblo no mentían. Se trataba de un castillo de cantera pulida, una verdadera fortaleza con detalles góticos propios de un obseso de la arquitectura de dicha época. Por qué tu ex compañero de clase compraría o mandaría construir una residencia tan horrenda, resultaba indescifrable.

Rómulo emergió desde el dintel, apurado y jadeante, para invitarte a pasar. Las canas comienzan a consumirlo, piensas mientras lo sigues a través de húmedos corredores y pasillos alargados por una sucesión interminable de puertas. Cuando estrechas su mano, notas el anillo rosacruz que ha distinguido a generaciones extensas de políticos y famosos en el país, entre ellos los Ponce de León.

-Tú sabes de mi aversión a la Muerte -confiesa Renán, un tanto apenado, sin que medie alguna solicitud de justificar sus actos- Construir un hogar como este, un laberinto, me permite imaginarme a salvo.

Su explicación no resulta convincente.

- Juraría que esto es una prisión ¿Cómo construiste esto? –presionas con una voz apenas audible hasta para ti, mientras te convences de que lo único que hace es llevarte en círculos a través de la casa, para volver a la habitación principal.

-Los amantes de la demonología son poderosos. Comencé algunos tratados sobre historia medieval, y de allí derivé hasta el estudio de símbolos exóticos y oscuros encontrados en un manuscrito, escrito por un monje hereje en el siglo VI D.C., que se presume como la versión maldita de la Biblia. Incluso los entendidos  suponen que,  partir de ese libro, ha surgido a la par de la Historia de la cristiandad una Anti-Historia: una sucesión de milenios donde se ha desarrollado una iglesia perversa que perpetra sacrificios humanos a partir de la lectura de algún versículo oscuro. Lo que encontré cambió mi vida. Algunos poderosos, actores y políticos extranjeros pagaron cifras asombrosas con tal de obtener algunos libros que pude conseguir para ellos, basándome en  datos que me proporcionaron fuentes confidenciales. Libros escritos por verdugos y criminales. Te estremecería conocer el número y localidad de los miembros de la comunidad. Los demonios conviven entre nosotros. Un día despiertan en el interior del algún ser querido y te consumen a dentelladas; como lobos salvajes. A mí me ha pasado. Lo que más amaba se ha vuelto turbio, corrupto, a raíz de mis investigaciones. Yo sólo era un ensayista cautivado  por la imagen de Satán. Ahora me he convertido en un justiciero.

Te detienes. No quieres continuar. Estás agotado. Recordar te produce una fatiga terrible. Decides dejar de pensar en Rómulo y Giovanna. Tratas de dormir.

 

Abres los ojos. Ante ti, la ventana llena de bruma. De pronto, una mano pálida, surgida de una realidad inexplicable, portando un anillo con una insignia rosacruz, llama suavemente. Cierras los ojos. La vigilia es pavorosa.

 

Contrario a lo que hubieras imaginado, Rómulo te hace salir de la casa. Caminas a través de un patio terregoso hasta la caballeriza cercana. Los relinchidos de las bestias, como si presintieran la cercanía de tu anfitrión, se van volviendo cada vez más estruendosos. Los animales dan coces sobre las paredes de madera de la caballeriza. Se vuelven locos de inquietud. Te preguntas si Rómulo ha perdido el control de sí mismo. El anfitrión abre  la puerta de una patada. Los ojos de los caballos son salvajes destellos nocturnos. Te preguntas qué te llevó hasta allí, qué esperabas encontrar en una aventura como ésta. No sabes quién es este hombre que te conduce. No sabes qué fue de aquél muchacho reservado del que se enamoró Giovanna. Este tipo es un completo extraño.

-Giovanna –balbuceas- ¿Dónde está? ¿Estás divorciado, Rómulo Renán?

Frente a la puerta abierta de aquél establo, se detiene, concentrado. Habla despacio, como si sopesara cada una de sus palabras;

-Debes entender. Tú la amabas. Siempre la has amado. Pero ella ya no era ella. Ya no es ella. Es un ente distinto a nosotros.

Asustado por el giro que están tomando los hechos, das un par de pasos hacia atrás. Trastabillas y caes de espaldas sobre la tierra húmeda. Tu cabeza golpea la madera de la pared del establo. Rómulo extrae una daga de alguno de los bolsillos de su chamarra. El filo del arma incendia la noche. Aprieta el mango en su puño. Intentas levantarte, aprisa. El miedo te hace resbalar, hasta que en tu desesperación, imaginando tu carne perforada, te aferras al frío metal que cuelga en la pared y logras ponerte en pie, alerta. Tu anfitrión permanece quieto. No muestra ningún interés en atacar. La daga continúa entre sus dedos. Se genera una pausa extraña, un momento interminable que te obliga a mirar justo a tu espalda. Allí, a escasos centímetros, iluminados por un débil rayo de luna que se cuela por una de las pequeñas ventanas, cuelgan dos grilletes salpicados de un líquido oscuro y espeso. Sobre el suelo, revueltas con un amasijo de forraje, hay algunas manchas de sangre, y dos o tres pequeños trozos blancuzcos entre marañas de cabellos femeninos. Llevado por un impulso te olvidas de protegerte. Todo parece cobrar sentido. Te colocas en cuclillas, tomas una de esas piezas blancuzcas. Son dientes. El asco te obliga a dejarlos caer. Miras la pared. Alguien ha estado rasguñando la madera, dejando en ello trozos de sus uñas. Atónito, te vuelves hacia Rómulo.

-¿Qué has hecho?

La indignación te consume. La frialdad con la que habla te despierta el más profundo de los desprecios.

-Comprende, Marción –la invocación a tu nombre hace más tortuoso el momento- Ella se volvió un demonio. No el diablo mayor. Pero comenzó a actuar de manera extraña.

-¿Qué estás diciendo?

-Es verdad. Practicaba rituales e invocaciones. Mataba corderos y gallinas negras y se deleitaba frotando la sangre de los animales sobre su rostro. En noches de plenilunio sostenía relaciones con la servidumbre. Hombres y mujeres, le daba igual. Le encantaba tallar un rosario negro sobre su cuerpo. Podía observarla: al paso de las cuentas del instrumento sobre su piel, sus pezones se erguían, al borde del estallido. Se revolcaba extasiada sobre nuestras sábanas, anhelando los placeres carnales.

-Eso es mentira, Rómulo.

-Disfrutaba fustigando a los caballos mientras coqueteaba con las jóvenes que ordeñaban alguna vaca.  Ella decía que lo hacía por provocarme, por mofarse de mi alejamiento a las fuentes científicas. Negaba pertenecer a las huestes oscuras, pero lo cierto es que, desde que dejó atrás el bautizo cristiano, se tornó rara, elusiva y cruel. Dime, Marción: ¿quién puede tomarse el tiempo suficiente para fingirse un daemon, sólo para despertar la culpa en su marido? ¿Quién puede fingir un comportamiento herético sólo para vengarse de un esposo posesivo? Tuve que encerrarla bajo llave cuando marchaba a atender algún cliente fuera del pueblo; incluso contraté algunos hombres para traerla a casa cuando intentó escapar. Ya no era la tierna chica que conociste en el liceo. Una semilla de maldad había sido incubada en ella.

Comienzas a desesperar. Sus chasquidos, al hablar, te parecen insoportables. Te pones de pie de un salto, sin importarte que esté armado. Él permanece inmóvil.

-¿Qué hiciste con ella, pendejo?–lo sacudes por los hombros, furioso, para que escape del trance en el que parece estar sumido.

Entonces, entre los relinchidos, escuchas el llanto de una mujer dentro de la caballeriza. Aunque es imposible ubicar de dónde proviene. No parece humano. Se trata de un sonido que envuelve el interior del espacio. ¿Un alma en pena? ¿Una manifestación de dolor contenida en el eco de los maderos? Rómulo Renán se ha tirado al piso, arrepentido, y ante tus ojos atónitos, extiende su brazo para ofrecer la daga.

-Mátame –suplica en voz baja- Necesito que me liberes.

 Los caballos comienzan un golpeteo terrible sobre las puertas y las trancas. Algunos rompen los pasadores, y consiguen huir a todo galope. Casi arrollan, en su escape, al indefenso Rómulo, quien permanece hincado sobre el piso en un gesto de contrición.

Despacio, con una  frialdad tan poco común que te hizo llegar a sentir que no eras tú, sino una especie de desdoblamiento de tu persona, tomas la daga. Lo miras con rencor. Levantas el arma bien alto, dispuesto a hacer justicia…

 

Entonces escuchas, muy nítido, un crujido al fondo del camión. Te mantienes inmóvil un par de segundos, sintiendo cómo se agolpa en tu nuca el golpe de la adrenalina. Quieres convencerte de qué no ha sido nada. Sabes que cuando abordaste no había otro pasajero. Que es imposible no haberlo notado. Un nuevo crujido, un sonido chirriante te eriza la piel. No soportas más la curiosidad. Giras el torso para mirar.

Regresas a tu posición, alarmado. Pudiste verlo, apenas, entre la débil luz de luna. A mitad del vehículo, un hombre permanece en un asiento, con el antebrazo apoyado sobre el respaldo. Está inmóvil. Uno juraría que no respira. Sin embargo, puedes escuchar ese sonido angustiante de nuevo. El chofer no parece percibirlo. Continúa conduciendo, ajeno a tu terror. Piensas que debe tratarse de una trampa de los sentidos, un engaño óptico. Echas una nueva mirada. Maldita suerte. Sí, allí sigue. ¿Y si subió mientras dormías? Quizás en alguna caseta, alguna parada improvisada sobre la  carretera. Eso debe ser. Has permanecido entre cavilaciones  y pesadillas durante mucho tiempo, quizás un par de horas. Te acomodas las gafas. Miras la carátula de tu reloj. Son casi las tres de la mañana. Tal vez el tipo se había recostado cuando subiste, y no había oportunidad de enterarte de su presencia. No. Sabes que no fue así. De cualquier modo, prefieres no indagar. Aceptas que se trata de un descuido o un engaño de los sentidos. Quizás, de manera evidente, estás reflexionando dentro de un mal sueño. Tal vez. Es imposible saber. Te recuestas de lado, mirando hacia la ventana, tratando de ignorar la presencia a tus espaldas. Fuera, la densa niebla se ha adueñado de la carretera.

 

Descargas el golpe sobre él. El grito terrible de Rómulo al clavarle la daga sobre el hombro te hace retroceder. La sangre mana profusa desde la carne abierta de tu antiguo compañero. Asoma la palidez de un hueso entre la herida. Sólo la noche es solidaria, y te impide apreciar la atrocidad que has cometido, encubriendo el acto con la discreta cortina de la penumbra.

Estás avergonzado. No sabes cómo has podido llegar tan lejos. Asustado, giras sobre tus talones, recogiendo del piso el estuche de tu violín Amati, y decides largarte, sin mirar atrás, harto de los altos grados de neurosis y locura que se producen en el alma atormentada de tu viejo conocido, y en tu propia alma. No te importa nada. Tal vez cuando llegues a la ciudad pensarás en una denuncia contra él. Quizás no, porque pudiera morir desangrado o acusarte de un ataque, si lograra salvar la vida. Los hechos se desarrollan de una manera tan extraña que prefieres olvidar que estuviste en este lugar. Es lo mejor. Lo que pase con él y con Giovanna no volverá a importarte en lo absoluto, te dices, mientras emprendes una marcha pesada. Supiste que no debías acudir a su llamado. Debiste hacer caso a tus presentimientos. En la vida de un hombre hay llagas que no deben volverse a abrir, bajo riesgo de desatar un carnaval de demonios internos.

-¡Te hice un favor! –lo escuchas hablar.

Te detienes un segundo. Su voz se oye dolorida, sumida en una resignación inminente.

 -Ha estado enfurecida porque te negaste a buscarla, a reconocer que la amabas. Es rencorosa. Juró en uno de sus múltiples trances agusanar tu corazón mediante el empleo del pentagrama y el compás. Sus hechizos son poderosos.

-Necesitas ayuda profesional –te atreves a contestar con ironía, sin dignarte a verlo- Puedo recomendarte un terapeuta excelente.

-Pase lo que pase, no indagues  los senderos de la locura. ¿Me escuchas? –dice muy serio- Contempla la obra de la curiosidad en mi alma destrozada. Las noches que vendrán serán hondas, y la cifra que te persigue parece aciaga: 135. Espera a que pase esta semana; no regreses a la ciudad.

-Te has vuelto loco, Rómulo –alcanzas a vociferar en un tono apagado- Te has olvidado de los principios fundamentales que la razón y la lógica nos han otorgado durante siglos de conocimientos. Das pena.

Comienzas a dejar atrás este desafortunado encuentro. Desapareces entre las sombras de los sauces que custodian la propiedad. Lejos, el llanto desgarrado de tu amigo se consume en un patio solitario. Algunos pasos más adelante, te detienes a volver el estómago cuando recuerdas la sangre bullendo desde su carne expuesta.

 

¿Así sucedió? ¿Esa es la realidad? Despiertas ¿No estabas ya despierto? ¿Estás en tu cama? ¿Yaces en el lecho de un hotel barato donde te has escondido de Renán los últimos tres días, después del suceso? No. Es el asiento de un autobús viejo y escandaloso que brincotea, de vez en vez, debido a un sistema de suspensión ineficiente.

 

El rechinido está allí, otra vez, punzando los oídos. Qué es, te preguntas, y barajas una posibilidad abrumadora de ruidos que podrían concordar con el que viene desde el fondo del camión. ¿Qué maldito sonido es?

 

 -Mala noche –escuchas una voz, frente a ti.

Experimentas un sobresalto.

-¿Cómo?

Otra vez ese sonido. Recuerdas que a tus espaldas un desconocido observa la escena.

Te das cuenta de que la voz que escuchas es la del conductor que se ha animado a conversar.

-Esta pinche niebla no deja mirar más allá de tres metros –insiste el chofer.

Detrás de ti, el crujido. Entonces lo reconoces. Puedes entender: es un rechinido de dientes cuando se frotan unos contra otros con demasiada fuerza. Miras: el hombre enciende un fósforo. Su figura se ilumina de manera parcial. Sus brazos son largos, sus manos pálidas y de dedos delicados. Pero su rostro se esconde. Es imposible reconocerlo.

-Que bueno que viaja conmigo –dice el chofer- Cuando uno viaja solo, da miedo. En la carretera he visto almas saliendo de sus cuerpos después de algún choque cabrón. También he encontrado espíritus recorriendo los carriles donde los atropellaron. Se lo juro.

Sabes que el conductor habla, pero ya no puedes entender sus palabras. Acomodas tus anteojos. Los nervios te consumen. Ni siquiera puedes fumar, lo sabes. Estás aterrado. La sombra se pone en pie. Tu corazón late con fuerza. Aprietas los puños. Tiemblas. Si tan sólo pudieras ver su rostro. En la mano izquierda carga un estuche. ¿Y si fuera Renán que te persigue para acabar contigo? ¿Es posible que haya sobrevivido y ahora te busque para terminar contigo ante la cobardía de no cumplir sus deseos suicidas?  Tal vez se trate de Giovanna bajo algún disfraz, intentando dejar la hacienda. Te gustaría tanto volver  a verla.

Pero no puede ser ella. Ya habría corrido a tus brazos. Te inquieta el silencio de la sombra que permanece frente  a tus dudas. Quizás habría que empezar a pensar en emisarios de cultos heréticos. La figura avanza un paso hacia atrás, luego un segundo paso. Lo van consumiendo las tinieblas. No puedes dejar de verlo ¿Por qué retrocede? ¿Qué te quiere decir al retroceder? Sabes que su marcha debe tener una finalidad. Carajo. ¿Qué sucede con tu pensamiento científico, dónde está quedando tu cordura?

-¿Quién anda atrás? –espetas de manera incontrolable, casi como una reflexión personal. Pero sabes que pudieron escucharte.

-Joven –dice el chofer, quien no se permite apartar los ojos de la carretera –Aquí nada más estamos usted y yo.

Tu corazón late con fuerza. Ahora percibes la tensión del chofer, que hace esfuerzos ridículos por mantener el control de la unidad a la par que quisiera detenerse para enfrentar a lo que habita detrás del autobús. Piensas que el conductor piensa en frenar; pero detener el autobús en una carretera tan estrecha en estas circunstancias provocaría un choque inminente. La neblina es demasiado espesa. Esperas.

La sombra se mueve de nuevo. Esta vez da un par de pasos hacia el frente. Viene hacia ti. ¡Viene hacia ti! Ruegas que esto sea un mal sueño. Te pones de pie. El desconocido se mueve lento. “Despierta, vuelve Marción”, te dices, imploras. Renán te lo advirtió, no debiste abordar un camión antes de concluir la semana. El desconocido se detiene. Su complexión te es familiar. ¿Por qué no se muestra? Trémulo, con esos dedos pálidos y largos, abre el estuche, sin prisa, y extrae un objeto de él. Te cubres el rostro. Sólo percibes el sonido sordo del motor del autobús. De la unidad ciento treinta y cinco. Imaginas una daga, un corazón palpitante. Imaginas los dientes de Giovanna en la palma de su mano…

Despiertas o abres los ojos. Abres los ojos o despiertas. Da igual. Frente a ti está tu violín. Lo miras alejarse hasta llegar hasta el hombro del desconocido. Lo acomoda contra su cuello, afina  las cuerdas. Comienza a tocar. Es, sin lugar a dudas, la Sonata  seis, de Paganini ¿Estás sobre un escenario? No, estás en el interior de un vehículo en una noche interminable. Reconoces las facciones, el gesto amargo del violinista al ejecutar el instrumento. Recuerdas las palabras de Giovanna acerca de los reikon: “No siempre asumen formas absurdas, o terroríficas, pero hay que prestarle atención”. La maestría del ejecutante es indudable. Posee una sensibilidad…irresistible.  Giovanna querida. El calor de una lágrima inflama una de tus mejillas. Sabes que ha encontrado la manera de hacerte saber de un peligro inminente mediante tu propio reikon. ¿O es sólo una señal con la que te anuncia su muerte? En el cristal de tus propias gafas aparece tu rostro, lleno de desconcierto. Puedes verte ejecutando la sonata del diablo. Te has desdoblado desde ti. Pero tu rostro, es decir, su rostro, está surcado por filosos cristales. Su cabeza está rota y uno de sus ojos parece demasiado fijo. De pronto comprendes. Parar. Es necesario parar. Es lo que quiere decir tu reikon. Ahora lo sabes, pero no haces el menor esfuerzo por contradecir a La Papisa, una carta marcada por el tarot. Sería vano. Además, no te interesa seguir viviendo un mundo sin su presencia. Sabes que es egoísta actuar de esta forma, pensando en el conductor, pero la decisión ha sido tomada.

De entre la niebla emergen un par de luces que destellan en el interior del camión. Tu reflejo se ilumina como un ángel celestial. Hay tanta luz. Sientes cómo el piso se planta  de pronto bajo las suelas de tus zapatos. Luego, escuchas un rechinido estruendoso. El grito de horror del chofer ante la inminencia del impacto. Escuchas las notas de Paganini, esparciéndose sobre el ambiente, la belleza de la armonía; el crujir del acero y los cristales acompañándote en el viaje; la comunión del arco y las cuerdas  mientras vuelas por el aire en tu inevitable destino a través del umbral del parabrisas y de la niebla y de la noche y de un pentagrama perfecto; a través de los rabiosos aplausos de un público extasiado ante la precisión de los acontecimientos. Ha sido una ejecución excelsa.
 
 
 
 
La colección
 
“Se puede decir lo que se quiera, pero el simple hecho de reflexionar sobre el mal aunque sea por accidente, corrompe.”
William Faulkner
 

I

 
Bernardo siempre fue un hombre extraño. Una criatura solitaria que despertaba cierta repulsión. Quizás fuera su carácter silencioso y austero, o su manera desagradable de acosar a una chica cuando le nacía el instinto seductor; pero en honor a la verdad, debo decir que la sola presencia de Bernardo era fastidiosa y frustrante. En particular lo era para mí.
Cómo pude soportar durante largos meses su amistad, su cercanía, es algo que no alcanzo a descifrar en las noches donde los malos sueños vuelven a acosarme. Supongo que existe cierto tipo de personas que nos permite descubrir, al relacionarnos con ellas, un pasillo oscuro y tortuoso de nuestra psicología, una puerta mórbida que abre paso a nuestros peores anhelos reprimidos. Sin  embargo, una amistad como esta no podía fructificar, y como es de suponerse, no podía terminar sin un asomo de crimen.
A Bernardo lo conocí en una famosa librería del sur de la ciudad, en la sección de literatura de horror. Justo cuando yo estaba a punto de tomar del estante un libro de Lovecraft que durante años había buscado con insistencia, una mano compacta, luciendo un pesado anillo de Rosacruz, me lo arrebató. Era Bernardo (Tal vez su mirada insana  y su rostro demacrado hubieran podido prevenirme, pero en ese momento mi atención se enfocaba al libro). Como era el último ejemplar en existencia, Bernardo me lo prestó bajo la promesa de que se lo devolviera pronto. Estuve de acuerdo con él, y después de pagar en la caja iniciamos (a petición suya y con el argumento de que necesitaba alguien con quien conversar esa tarde) una larga caminata entre muchos estrechos y callados callejones, intercambiando opiniones acerca de las mejores historias fantásticas que se hubieran escrito. Bernardo habló de Stocker y de Shelley, yo en cambio cité a Maupassant y a Quiroga. Terminó la conversación una vez que arribamos al lugar donde Bernardo había estacionado un poderoso Mercedes Benz del año. Abordó su automóvil, no sin antes convenir una cita la semana próxima en el café de la librería, pues mis aportaciones, aseguró, le parecían de gran interés.
A partir de entonces las citas crearon compromiso, y el compromiso se transformó en una tibia amistad. En tardes frías, una vez que yo olvidaba el despacho y la arquitectura y él dejaba atrás sus actividades como  empresario, repasamos autores, historias y personajes. Desciframos símbolos y esquemas ocultos  en novelas y cuentos de terror y de necrofilia. Compartimos el gusto por la sangre y la fascinación de la muerte por sobre todas las cosas.
Pero una sesión todo cambió. Un detalle funesto regiría nuestras relaciones a partir de  entonces. Caminábamos hasta su automóvil como cada sábado, cuando una quiromántica de cabellos oscuros y revueltos, una mujer madura de sonrisa maléfica y ojos de engaño, se acercó a nosotros. Prometió descubrir nuestros destinos con sólo estudiar la palma de nuestras manos. Sólo pedía unas monedas. Yo intenté deshacerme de ella mostrándole desprecio, pero Bernardo se sintió inclinado a tentar a la suerte. La mujer lo tomó de la mano, y meticulosa, comenzó su labor. De pronto se detuvo, impactada. Lanzó una mirada de disgusto a mi compañero y lo insultó:
-Hijo de puta.
Bernardo retrocedió asustado. A mí, en cambio, la ofensa me pareció excesiva. Si bien para mí su compañía resultaba nada más que una obligación para mantener una  buena plática sobre literatura, no me parecía que el hombre mereciera el repudio de alguien que apenas lo conocía. Intenté alejarlo de ahí pero la mujer tenía bien aferrado el brazo de Bernardo.
-¿Cómo te atreves a jugar con los sin descanso? ¿Acaso no conoces de respeto?- la mujer escupió a los pies de mi compañero.
Quise intervenir, apaciguar los ánimos. Pero aquélla extraña estaba enfurecida:
-Escucha bien lo que te digo, hijo de la peor de las putas - imprecó- Tu destino está escrito y merecido lo tienes. Habrás de perecer a manos de aquella criatura que más estimas en este mundo. No se puede jugar así y quedar impune.
Lo alejé de allí a empellones, apresuradamente. La gente nos miraba con curiosidad y extrañeza. A pesar del desconcierto, alcanzamos a doblar la esquina. Aunque a mí el destino de mi compañero me importaba un carajo, creí mi deber, como un acto solidario, tranquilizarlo. Sus manos temblaban  rabiosas; sus ojos, ocultos bajo unas gafas impersonales y deslucidas, parecían más hundidos que nunca. Argumenté que aquella vieja de seguro estaría loca, que quizás habría leído la historia de Macbeth y se habría lanzado a la calle para desatar su furia, que no debía prestar mucha atención a sus palabras. Finalmente, antes de que Bernardo se alejara en su Mercedes Benz después de haber permanecido mucho tiempo pensativo, me pareció escuchar que lloraba.
La semana siguiente preferí pasarlo en casa de una amiga que cocina bien y renta muy buenas películas. Hacía tiempo que había descuidado a mis amistades, en aras de un profundo intercambio de ideas literarias que ellos no podían ofrecerme (sus conversaciones se avocaban más bien a tópicos comunes: líos amorosos, situaciones familiares, e infidelidad). Antes de llegar al departamento de mi amiga, traté de localizar a mi compañero de tertulias literarias marcándole a su teléfono celular, para ofrecerle una disculpa, pero nunca contestó. Me olvidé de él, y la tarde transcurrió plácida, entre jugueteos y acercamientos íntimos entre mi amiga y yo, hasta que la cercanía (como siempre sucedía en las visitas a su casa) nos condujo a hacer el amor. Por la noche, después de despedirme de ella con un beso largo, me dirigía a casa, rendido, cuando recibí una llamada. Era Bernardo. Se escuchaba inquieto.
-Debe venir aquí, señor arquitecto- me dijo perturbado- hay algunas amistades mías que le encantará conocer.
Una angustia súbita se apoderó de mí. Su voz era oscura, densa. Me dio la dirección de su residencia, me explicó detalladamente cómo podía llegar. No tuve tiempo de pensar, me gobernaban los impulsos. No traté ni siquiera de adivinar, de sacar conclusiones de su invitación. Una vez que colgué, me detuve y tomé un taxi.
Bernardo esperaba al pie de la puerta principal de su residencia, se le veía nervioso. Como siempre, vestía un impecable traje a rayas. Bajé del taxi y me reuní con él. Cruzamos un amplio jardín lleno de sauces, ahuehuetes  y marmóreas esculturas de damas tristes. Un ladrido feroz partió la noche. De entre las sombras un decidido dóberman emergió mostrando los dientes. Se acercaba amenazante, decidido. Bernardo lanzó un grito, una imprecación. El perro se detuvo ante la voz de su amo.
-Es mi propio Sabueso de Baskerville –dijo- Estuve pensando largo tiempo en un mastín como el  de la historia de Conan Doyle, pero la idea no me convenció. Un dóberman es más práctico.
El perro ladró enfurecido.
Diavolo¡- ordenó Bernardo a aquella bestia- No seas impertinente con las visitas. Pareciera que Diavolo es bravo –se dirigió a mí- pero en el fondo es noble. Probablemente sea el ser que más amo en esta vida, a falta de familia y esas cosas-puntualizó.
Por si las dudas, evité apartar la vista del animal, hasta que dejamos el jardín.
Entramos a la mansión. Un amplio vestíbulo del siglo XVIII desembocaba en una lujosa escalera. Ésta ascendía, enmarcada con lúgubres candelabros que reflejaban sombras siniestras y translúcidas. El techo del salón, a doble altura, era una inmensa cúpula. Tristes, algunos vitrales violáceos y azules daban paso a un resquicio de luz de luna. El silencio podía respirarse a cada paso sobre la mullida alfombra purpúrea.
A la izquierda, un nicho pequeño, mínimo, permitía descubrir una puerta de acceso a lo que seguramente sería el sótano de aquel salón.
-Este es mi palacio, señor arquitecto. Este es mi descanso de toda intromisión mundana. ¿Le gusta?
-Me parece un poco macabro- respondí.
-No me diga que usted es prejuicioso. Un hombre culto no puede inquietarse por tan poco. Pero esto no es nada. Las habitaciones son más extrañas aún. Y el sótano...usted tiene que ver esto.
Caminó apresurado hasta el nicho de la puerta. Tras sus absurdas gafas, sus ojos autistas brillaban con efervescencia. Sacó de su bolsillo un llavero oxidado. Corrió los cerrojos, abrió la puerta y se internó en aquella habitación. La puerta rechinó amenazante, y mi anfitrión estalló en una carcajada enfermiza.
-No aceito mis puertas. Es una tradición en las novelas de fantasmas.
Inquieto, después de un instante de duda, camine tras él.
-¿Y la servidumbre, en donde está?- alcancé a preguntar, sintiendo como la sangre se agolpaba en mi cabeza.
-La servidumbre no trabaja los sábados, señor arquitecto. Los sábados los dedico a mi colección particular.
Encendió la luz. Una empinada escalera, cercada por dos paredes estrechas, desembocaba a lo lejos, en otra habitación. La espalda de Bernardo estorbaba mi visión mientras descendíamos, pero el poco margen que su figura otorgaba, me permitía descubrir al final de la escalinata un enorme y amplio pasillo. El piso y  las paredes estaban rematados con losetas blancas, a la manera de un quirófano, de un anfiteatro.
Experimenté el miedo. A los costados del pasillo, una fila de urnas cada una con la forma de un ataúd, custodiaban el recorrido.
-Mi colección personal- exclamó fúnebre.
Yo no daba crédito a lo que veía. Cada urna poseía una serie de objetos que evocaban algún célebre cuento de terror. Bernardo procedió a mostrar cada elemento de la colección. En la primera urna, un animal asqueroso y no mayor a una cabeza humana, se escondía tras un almohadón antiguo.
-El cuento de Quiroga- adiviné- El almohadón de plumas.
-Ese fue fácil- contestó febril mi interlocutor.
Continué resolviendo las pruebas. De entre una maqueta de un pueblo olvidado, un ser bizarro y enorme emergía. Recordé el Horror de Dunwinch con facilidad. También encontré algunas referencias a narraciones de Maupassant.
Conforme el recorrido avanzaba, las urnas se iban tornando más sombrías. En una de ellas unos dientes macabros y una maraña de cabellos oscuros, acompañados de una pala salpicada de tierra,  hacían referencia a Berenice. Todavía eran evidentes rastros de sangre. Decidí que no podía continuar, aunque empezaba a fascinarme tener tan cercanos los elementos de aquellas inolvidables historias. Di un paso atrás. Bernardo notó mi turbación. Me tomó del brazo y me condujo adelante. Pude darme cuenta entonces que el pasillo torcía hasta una sala más amplia, resguardada tras una pálida
mortaja.
-Creo que no quiero entrar ahí- le dije a Bernardo.
-Pero usted no puede detenerse ahora. Lo mejor está adentro- dijo eufórico.
No sé cómo me convenció o me convencí, pero entramos a ese maldito pozo del miedo. La oscuridad lo envolvía casi todo. Siete urnas iluminadas fúnebremente desde el interior de los cajones destacaban el espectáculo siniestro. En cada una de las primeras cinco, un cuerpo, un cadáver maquillado, caracterizando a un horroroso personaje. Entre el olor fétido de la descomposición de los cuerpos, y la sustancia con la que seguramente Bernardo procuraba conservarlos, tal vez formol, no pude articular palabra.
Empezó la verborrea de Bernardo. Se veía claramente que había esperado esto durante años. Por fin había encontrado una persona que compartía sus aficiones y a la cual podía descubrir su privacidad, consciente de la capacidad literaria del invitado, de su gusto por el terror puro. Pero se equivocaba. Me di cuenta entonces de que una cosa era que a uno le gustaran las historias de espectros y maldiciones, y otra cosa muy distinta era construirse su propia Mansión de Usher a costa de otras vidas.
Bernardo describió cada una de las escenas en las urnas. En las dos primeras, los cadáveres de dos adolescentes que evidenciaban retraso mental, hacían alusión a los hermanos Manzzini, de la Gallina degollada. Luego, en una chica ensangrentada y con crucifijo en mano reconocí a Carrie. Sus ojos eran tan espantosos que me era imposible continuar el terrible espectáculo. No pude reconocer el resto de los personajes; no tenía ánimo para continuar. Bernardo me explicó entonces que para él, el contacto con los muertos era más natural, más afectuoso. Porque ellos no guardan hipocresía ni resentimientos, son sencillos y predecibles. Rebatí, le dije que seguramente los muertos podrían ser caprichosos y vengativos si se lo proponían.
-Estúpido -me dijo- no me gusta que nadie venga a contradecirme.
Luego pareció recapacitar sobre su actitud. Después prosiguió.
-Una de estas urnas vacías -explicó fuera de sí- le guarda una sorpresa. La otra está destinada para mí. Aquí mismo quiero que coloque mi cadáver cuando haya muerto. Pronto moriré, eso ha dicho la gitana. Por eso me he sentido inquieto estos días. Pero no puedo morir sin antes escoger un buen personaje, una caracterización adecuada.
Sus ojos brillaban, de su boca la baba resbalaba repugnante. Se quedó allí, en medio de la habitación, alabando sus cualidades criminales, describiendo paso a paso, sin prisa, cómo había elegido a sus víctimas, cómo pacientemente las había torturado obteniendo de ellas la expresión perfecta, la caracterización adecuada. Confesó cómo algunos ministros del gobierno lo sabían todo, pero aún así la impunidad ante su poder y su fortuna estaba garantizada. Después de todo se trataba de un Ponce de León, de un intocable.
-Bernardo Ponce de León -estalló en una risa eufórica- el artista de la sangre. Yo no escribo, señor arquitecto, Yo plasmo imágenes. Soy un artista visual, ¿entiende?
No quise saber más. Un puñetazo certero, pesado, cayó sobre él y le partió la nariz. Lo vi arrastrarse en el piso, intentando detener la hemorragia. Di media vuelta y apresurado abandoné el sótano. Con largas y veloces zancadas atravesé el jardín, presintiendo que Diavolo podría alcanzarme en un descuido. A salvo y al borde de un colapso nervioso, escapé de la residencia y cerré la puerta.
Dentro de la mansión emergían los gritos contrariados de Bernardo. Lo escuché amenazarme de muerte y correr hasta la puerta que yo apenas cerraba. Una serie de ladridos salvajes anunció el ataque. Después alcancé a escuchar los alaridos de dolor del amo atacado por su amada bestia. Terribles lamentos que parecían interminables. Luego escuché un tiro. La noche, finalmente, quedo envuelta en el silencio. Huí a casa.
No pude dormir. La inquietud era muy grande. Imaginaba que en cualquier momento uno de esos malditos cadáveres podría introducirse entre mis sábanas y recriminarme el que no los hubiera rescatado. Traté a toda costa de olvidar el asunto. Después de todo, Bernardo ignoraba donde vivía y la dirección de mi despacho.
La mañana siguiente fue agitada. Muy temprano llamó al timbre de mi casa la policía. Mencionaron una nota donde Bernardo había escrito una última petición: que yo identificara su cuerpo sin vida. Las hipótesis de los agentes me resultaron infantiles. Según su versión, después de una larga batalla con un perro furioso que intempestivamente había desconocido a su amo, Bernardo agonizante había alcanzado a escribir una nota donde involucraba mi nombre. Pregunté por Diavolo. Me contestaron que también había muerto, víctima de un disparo. Debieron pensar que estaba loco cuando les dije que era imposible. Que esto era parte de un plan complejo y perverso. Bernardo no había muerto. Una persona agonizante no podía escribir una nota. Estuvieron de acuerdo conmigo, pero cuando les conté lo del incidente con la adivina comenzaron a dudar de mi lucidez. Intenté explicarme, les dije cómo Bernardo debía morir a manos de la criatura más cercana, y esa criatura, esa persona era yo. Les dije que debía haber un error. Un oficial me contrarió. Comentó que yo estaba muy nervioso y debía tranquilizarme.
-Si no quiere identificar el cuerpo ahora no tiene porque hacerlo, podemos esperar.
Angustiado, fuera de mí, me apresuré a contestar.
-Pero si quiero- dije, y partimos de inmediato al anfiteatro.

 

II

 
Una vez que descubrieron el cuerpo, el pesado anillo de Rosacruz refulgió acusador. Era el mismo anillo, no cabía duda. El resto de él era imposible de identificar: tenía el rostro destrozado y las vísceras fuera. Concluí que la talla y la estatura correspondían con las de Bernardo y se lo hice saber a la policía. No quise comentar nada acerca de su macabra colección y los incidentes de la noche anterior, porque sabía que no me creerían.
Me dejaron en libertad, no sin antes recordarme que estaba bajo sospecha, y que debía cooperar para resolver el caso. Garanticé mi solidaridad para su conclusión  y regresé a casa.
Del cajón de mi buró, saqué un viejo revólver 22 que un tío, apasionado de la violencia, me había regalado hacía dos cumpleaños. No dudé en guardarlo en la bolsa de mi chamarra. Sabía lo que tenía que hacer.
Media hora más tarde entró a mi celular la llamada que había estado esperando. Era Bernardo. Me dijo lo que ya sabía, que no estaba muerto, que lo disculpara pero que un vecino había escuchado el disparo y que, inquieto, decidió llamar a la policía por la madrugada. Mientras tanto Bernardo tuvo tiempo de pensar, de acomodar un nuevo cadáver de entre las reservas de su colección, un cuerpo que se ajustara a su talla en el lugar de los hechos. Lo de Diavolo era cierto, había tratado de atacarlo. Y eso le había disgustado mucho.
-¿Sabe usted, arquitecto? La maldita profecía de la vieja me tiene inquieto- reconoció.
Colgué de inmediato. No quise conversar más. Sabía que era mejor terminar con esta ridícula historia de horror de una buena vez.
Llegué a las ocho en punto a su casa. Oscurecía y los chillidos de algunos zanates resultaban sombríos. La puerta, como era de preverse, estaba abierta de par en par. No había ningún rastro del trabajo policiaco, salvo una débil banda de precaución en la zona del incidente. Crucé nuevamente el oscuro jardín, perseguido por el terrible recuerdo de los ladridos del dóberman muerto.
Cuando entré al salón, las luces estaban encendidas, invitándome a continuar la travesía. Hasta la puerta del sótano, siempre hermética, celosamente resguardaba, estaba abierta. No tuve duda alguna de lo que me estaba esperando. Pero cuando bajé la escalera, el escenario era aterrador. Bernardo había apagado las luces del pasillo. Al fondo de la escalinata reinaba la oscuridad. Descendí meticuloso, inseguro, escalón por escalón, hasta tocar fondo. No se veía nada. El miedo lo cercaba todo. A lo lejos, en la otra habitación, una respiración profunda resonaba espectral. A tientas caminé entre las primeras urnas, tropezando con los cristales, con la madera de los ataúdes, imaginando los dientes de Berenice, la sangre de los asesinatos. No quería seguir. Pero bastaba acariciar el revólver para tomar un poco de valor. Con las yemas de los dedos, escuchando el propio latir de mi corazón, descubrí el quiebre del pasillo. Avancé lento, dubitativo, explorando el frente, angustiado, imaginando las muecas grotescas de los cadáveres, guiándome por el estridente olor a formol.
Reconocí la mortaja, la acaricié con una morbosa calma. Un espacio familiar se abrió ante mí. Adentro de la sala, los cadáveres seguían cada cual en su urna, iluminados y teatrales. Pero al fondo una figura escalofriante despertó mi angustia. Reconocí una figura alta y flaca, envuelta en una mortaja salpicada de sangre, con la frente amplia y el rostro escarlata. Reconocí en ella a la Muerte Roja, de Edgar Allan Poe, extraída del cuento -había que aceptarlo- con magistral fidelidad.
Apunté directo a la frente, decidido. Pero aquélla figura no se movía. Serena y firme, permanecía escrutando cada uno de mis movimientos. Era el momento. Debía cumplir la predicción. Jalé tres veces del gatillo y entonces la espantosa figura se derrumbó, mostrando a mis ojos incrédulos una marioneta, un muñeco de trapo contenido tras el disfraz. Una voz, a mis espaldas, me obligó a permanecer quieto.
-No soy tan imbécil, mi querido arquitecto. La profecía no va a cumplirse.
Giré completo. Bernardo empuñaba una pala, siniestro. Sus ojos lucían desorbitados. Su rostro, reconstruido de las múltiples mordidas, causaba una impresión muy desagradable.
No tuve tiempo de reaccionar. Con un golpe seco, la pala cayó de lleno sobre mí.
 
III
 
Cuando desperté dentro de la rígida máscara de la Muerte Roja, descubrí que Bernardo, convertido en un hábil albañil, colocaba ladrillo a ladrillo con una paciencia desesperante. Yo tenía las manos y los pies atados, así que pude comprender de inmediato la premura de mi situación. Fue la más fácil de todas las adivinanzas que hasta ahora hubiera tenido que responder. Estaba emulando sin duda el final de El barril de amontillado. Me estaba emparedando. Colocaría pieza por pieza hasta que yo dejara de respirar. El muy hijo de puta.
-Fortunato muere en el cuento- dije en un último arrebato de rebeldía- Pero en la realidad debe matarte para que tu alma descanse en paz.
Bernardo me miró de reojo. Su mirada no evidenciaba ningún sentimiento.
-Esto cierra el ciclo – asentó- tu nunca has sido mi amigo. Eras sólo parte del juego.
Supe que no tenía salida. Que la historia llegaba al final. Bernardo continuaba levantando el muro mientras se relamía los labios. Cada ladrillo colocado me atormentaba. Comencé a gritar, asustado, pidiendo clemencia. En respuesta, el hábil constructor, daba rienda suelta a su risa insana.
De pronto, al fondo, en lo oscuro, en el silencio del cuarto, un quejido prolongado e imponente retumbó. Voces sobrehumanas emitieron quejas, deseos de venganza. Bernardo se detuvo impávido. Sus ojos estaban bien abiertos. Sudaba. Me miraba como pidiendo una explicación concreta, real. Tratando de confirmar conmigo la procedencia de los ruidos. Esta vez el sonido de los huesos que tronaban, de los cuerpos que despertaban con lentitud, era evidente. Se movían.
Agité mi cabeza intentando derribar la máscara que me habían impuesto. Me retorcí invadido por el espanto. Mis nervios se crispaban con cada uno de sus pasos. Los vi venir, lento, avanzando con sus muecas grotescas, hasta un Bernardo que suplicante, levantó los brazos en señal de arrepentimiento.
Cerré los ojos. Sentía como sus cuerpos chocaban constantemente con el mío, impregnándolo con su fetidez. Escuché sus últimos lamentos; escuché como con una fuerza descomunal, hacían pedazos de él. Lo mutilaron. La espera fue larga, pero fui cuidadoso de no intervenir en lo que no me correspondía. La profecía debía cumplirse al pie de la letra, a manos de las criaturas que Bernardo consideraba más cercanas, más personales.
Cuando abrí los ojos, su boca aún echaba espumarajos de sangre; sus ojos aún estaban abiertos en busca de alguna salida. Pero su cuerpo era una masa sanguinolenta, impúdica e irreconocible. Mis manos en cambio, habían sido desatadas durante el ataque, y los cuerpos habían vuelto a ser colocados, de manera inexplicable, en sus urnas. Desaté mis pies y salí huyendo del lugar.
 
 
IV
 
Denuncié los hechos a la policía. No me creyeron. Ellos aseguran que fui yo quien destrozó el cuerpo de Bernardo con la pala de albañil. Dicen que estaba sugestionado, y no podía ver más allá de mi imaginación azotada por paranoicas historias de difuntos. No estoy tan convencido de negarlo. Tal vez sí fui yo quien cometió el asesinato. Tal vez una gran cantidad de detalles que ahora narro sean producto de una mente alimentada por la sangre de los libros.
No fueron muy severos conmigo después de todo. Los crímenes de Bernardo eran imperdonables,  y a fin de cuentas, fui sólo un instrumento de la justicia social. Me dieron un año y luego me dejaron libre. Antes, por supuesto, pedí que me dejaran atestiguar la inhumación de cada uno de los cuerpos, y la cremación de Bernardo. Me concedieron el capricho. Ahora me siento a salvo.
Ya no leo más historias de horror. Apenas me he aventurado a reconstruir la presente narración de los hechos como una descarga de conciencia, en la búsqueda de cierta absolución. La Casa de Usher de Bernardo fue demolida y sobre ella se erige, en contraposición, un florido y ordenado parque público. He encontrado refugio en historias más agradables, en narraciones más cercanas al lado cordial de la humanidad. Espero que algún día pueda olvidar lo ocurrido. Después de todo, a pesar de los excesos que a veces nos brinda la Muerte; nuestras vidas, cotidianas y sorpresivas, pueden revelarse ante nuestros ojos con su amplia e infinita belleza.
 

México D.F. 12 de Julio del 2006