miércoles, 9 de diciembre de 2015

"Bicicleta", una ficción de Ulises Paniagua

Bicicleta
Ulises Paniagua



Notimex, 15 de mayo del 2017

Esta mañana, en el Hospital General y con éxito alentador, se llevó  a cabo el primer trasplante de bicicleta en un ser humano. El paciente en cuestión, Maxi Ernst (famoso por componer relojes de pulsera), accedió a la entrevista después de una extenuante operación que tomó más de ocho horas. Durante la sesión de preguntas, el paciente no pudo ocultar su júbilo ante el perfecto entendimiento entre manubrio y frenos frontales instalados en su organismo; tampoco dejó de alabar la belleza del grabado en ambas caras de las llantas que conforman la extensión de su cuerpo. El cromado, sin embargo, es para el entrevistado lo más importante, puesto que no comprende –confiesa– como hicieron los doctores para dotar a su piel de un color rojo intenso y pasional. El relojero también agregó que, en cuanto hubiese oportunidad, quisiera dejar la sala de recuperación para dar un paseo por el Parque México, para lucirse ante las bellas modelos argentinas y alemanas que concurren a este espacio. También le encantaría la idea de participar en la próxima exhibición ciclista de Avenida Reforma. Como la operación resultó afortunada, los administrativos del hospital aseguran tener, en lista de espera, entre doscientos y trescientos pacientes, ansiosos por someterse al implante. El costo de la operación oscila entre  los dos mil y los dos mil trescientos dólares, de acuerdo al tipo de cambio.



Del libro: Imaginerías y rarezas.



martes, 10 de noviembre de 2015

Por qué leer a René Avilés Fabila, por: Ulises Paniagua

Por qué leer a René Avilés Fabila
Ulises Paniagua



Muchas veces me he preguntado, entre batallas y romances en el mundo cultural, y su submundillo snob y politizado, por qué al leer a escritores como René Avilés Fabila, Gonzalo Martré, Roberto López Moreno y Elena Garro, entre muchos otros, borrosos (a fuerza de querer borrarlos), queda la incómoda impresión de que no se ha hecho justicia en nuestras letras. Ésa es una primera impresión. De inmediato lo confirmo: no se ha hecho justicia a estos autores. Tal vez por su franqueza, por la congruencia de pensamiento, por la mala relación con otros grupos intelectuales. En fin, que se trata de un misterio no tan misterioso.
En México es común juzgar a los artistas, no por su obra literaria, sino por sus credenciales ante los medios de difusión, oficiales o comerciales. Un error fatal, si tomamos en cuenta que la literatura posee ejemplos como Franz Kafka, en Praga, o Francisco Tario, en México, cuyos intereses literarios (fabulosos en ambos sentidos, por cierto) estaban alejados del reconocimiento de los otros.
            El caso de Avilés Fabila ocupa un lugar preponderante: lo que pasa con él es que es un escritor atractivo para las mujeres, tal vez por sus ojos claros, o por su conversación (Cristina Pacheco lo calificó como uno de los mejores conversadores hoy en día). Eso es algo que muchos no soportan. En México, el cliché es un escritor panzón, inseguro, barbudo y con gafas de fondo de botella.  Por lo tanto, una actitud como la de René despierta sospechas entre inseguros horrendos. 
Otra característica de su personalidad es ese sentido del humor ácido, poco frecuentado en la crítica y las páginas mexicanas. Jorge Ibargüengoitia, Juan José Arreola, y el colombiano Fernando Vallejo, son ejemplos de qué tan lejos se puede llevar el humor para arremeter contra las incongruencias del mundo moderno y posmoderno. Moliere y Wilde lo hicieron saber, muy bien, en su época. René no tiene empacho en darle a cada quien lo que merece. Se mofa, con agudeza, de políticos y de pretenciosos, de falsos marginales y de drogadictos que se autonombran artistas. Arrasa con todo, hasta con la religión católica, al escribir El evangelio según René Avilés Fabila, y al calificar a La biblia como un libro fundamentalmente violento. Desde luego, este estilo mordaz, inteligente, le ha valido múltiples enemigos, cuyas quejas -para que dupliquen su rencor-, al maestro Avilés Fabila le tienen sin cuidado.
Escritor de vasta cultura, inquieto, director del prestigioso suplemento cultural El búho, periodista mítico de Excélsior, ha decidido indagar en diversos tópicos. En su novela El gran solitario del palacio, prohibida en México a finales de los sesentas y principios de los setentas, ahonda en un tema político que, cuarenta años después, es de una vigencia demoledora. En Réquiem para un suicida se aborda un fenómeno que ha sido considerado tabú en una sociedad persignada y remilgosa.
En Tantadel y La canción de Odette se aproxima a lo erótico, empleando una prosa pura, fundamentada, que hace de esos relatos una delicia. No en vano tuvo como maestros a Juan José Arreola y a Juan Rulfo (como los tuvo su gran amigo y compañero, José Agustín), en el Centro Mexicano de Escritores. Ambas novelas son magistrales. Avilés Fabila es, sin duda alguna, uno de los mejores escritores mexicanos, sino el mejor, para abordar el asunto amoroso y, por qué no decirlo, el desamoroso.
 En De sirenas a sirenas, y El Bosque de los prodigios, aborda un género poco practicado: las ficciones, donde aparecen referencias mitológicas y bestiarios, con recursos empleados de manera magistral. Sus invenciones, en estos libros, son un poderoso ejercicio de la imaginación. Sólo se puede aplaudir el talento, leer con fascinación sus relatos. En medio de una tradición mexicana realista por mal hábito, Avilés Fabila se atreve a ondear la bandera de lo fantástico y lo insólito, como la clasificaría Tzvetan Todorov, para salir triunfante.
Incluso cuentos sobre hermosas hechiceras y fantasmas que habitan mansiones del Pedregal, son parte de su magnífico imaginario. Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Allan Poe, son presencias que pueden manifestarse en los relatos de terror, de los que, dicho sea de paso, es también uno de los iniciadores en nuestro país.
Si algo admiro en René es la propuesta lúdica; y cuando se atreve a explorar el género de la parábola para resaltar injusticias políticas o lo absurdo de situaciones cotidianas. La sutileza para llegar a lo profundo, ése es el gran mérito de él, quien confirma en palabras propias que no es una casualidad la creación de textos para decir lo que se debe decir, sin decirlo de manera directa. Cito: “Deberíamos tener un gran cambio. Tal vez deba escribir una fábula en lugar de un artículo, como otras que he escrito y que reflejan la forma, mi forma de ver México y a mi medio continente: América Latina: algo como los apólogos”.
René es un maestro de la narrativa, un ejemplo del periodismo, una institución del quehacer cultural. Los reconocimientos nacionales no lo respaldan de manera oficialista, sino que obsequian un humilde homenaje a una obra que las nuevas generaciones debemos revisar con atención. No estamos ante un escritor de “la onda”, como han querido estigmatizarlo desde que la ignorancia de Margo Glantz descalificó a una generación de jóvenes al ponerles una etiqueta. René Avilés Fabila comenta, a propósito: Ésa (la generación “de la onda”),  fue una discutible calificación que Margo Glantz nos endilgó para hacerse pasar como crítica literaria aguda e innovadora, cuando ella es mejor analizando a los clásicos.
Premio Nacional de Periodismo en 1991, Medalla de Bellas Artes en el 2014, René Avilés Fabila es también uno de los mejores cuentistas contemporáneos, al lado de nombres como Daniel Sada y Sergio Pitol. René reconoce, incluso, que el cuento es el género donde se siente más cómodo. Declara: "diría que para mí el cuento es simplemente atrapar algo que me gusta. Cazar una anécdota, o una parte de la anécdota; reproducir un diálogo; reconstruir una mini situación. Y cuanto más reducida sea la historia aprehendida, más me satisface. Los primeros cuentos que escribí eran de muchas páginas y con el tiempo he podido quitar, quitar y quitar palabras hasta llegar a una especie de síntesis, a un constante resumen en el que me interesa especialmente una prosa muy ceñida, donde evito incluso todo tipo de metáforas”.
Una labor casi quijotesca, y noble en extremo, es la que han emprendido el escritor mexicano y su esposa, Rosario Casco, al abrir y mantener un proyecto sin precedentes: El Museo del escritor, que es realmente único en el planeta. No sólo es un museo del escritor en idioma español; porque en él hay libros, obras, objetos, recuerdos de escritores de todas partes del mundo. Baste decir que en este museo llegaron a exhibirse un par de originales de Allan Poe, y todas las firmas de los premios Nobel en español. Actualmente, por falta de apoyos institucionales, el Museo permanece cerrado. Pero la determinación de René y de Rosario, para reactivarlo, es un verdadero acto de valentía.
En fin, que la figura de René Avilés Fabila, el escritor, el hombre, el promotor cultural, es legendaria. Y su obra, patrimonio de las letras mexicanas. Los invito a leerlo con atención, lejos de etiquetas estúpidas y de prejuicios absurdos. Estoy seguro que en estas lecturas encontrarán más de uno y mil prodigios: un universo fantástico, terrorífico, amoroso, y político, que es necesario explorar. No se limiten a odiar al escritor por sus ojos claros y por su tremenda capacidad de buen conversador, y mucho menos lo odien por lo que otros muchos críticos se atreven a maldecir sobre él.

Portal del Diezmo, San Juan del Río, Querétaro, 2015.



jueves, 5 de noviembre de 2015

"Visita a Freud", un libro de Giovanni Papini.

Visita a Freud
Giovanni Papini
Traducción: Fernando Acevedo


Había comprado en Londres, hacía dos meses, un hermoso mármol griego de la época que representa, según los arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que dos días antes Freud había cumplido setenta años —nació el 6 de mayo de 1856— le envié la estatua como regalo, con una carta de homenaje al "descubridor del Narcisismo".
Este regalo bien escogido me valió una invitación del patriarca del Psicoanálisis. Vuelvo ahora de su casa y quiero anotar de inmediato lo esencial de la conversación.
Me pareció algo desesperado y melancólico. «Las fiestas de los aniversarios», me dijo, «se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte».
Me ha impresionado la forma de su boca: una boca carnosa y sensual, algo satírica, que explica visiblemente la teoría de la libido. Pero estaba contento de verme y me ha agradecido calurosamente por el "Narciso".
«Su visita es para mí un gran consuelo. ¡Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente! Vivo todo el año entre histéricos y obsesivos que me cuentan sus obscenidades —casi siempre las mismas—; entre médicos que me envidian cuando no me desprecian; y con discípulos que se dividen entre papagayos crónicos y ambiciosos cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. Enseñé a los demás la virtud de la confesión y no he podido nunca abrir por entero mi alma. He escrito una pequeña autobiografía más que nada con fines de propaganda y si acaso me he confesado, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?»

Respondí que había leído algunas traducciones inglesas de sus obras, y que únicamente para verlo me entretuve en Viena.

«Todos creen», prosiguió, «que tengo el carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la cura de las enfermedades mentales. Es un enorme malentendido que ha durado muchos años y que no he logrado disipar. Soy un científico por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es la del artista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la juventud, Goethe. Hubiera querido, en aquel entonces, convertirme en un poeta, y toda la vida he deseado escribir novelas. Todas mis aptitudes, reconocidas incluso por mis maestros del Gimnasio, me llevaban hacia la literatura. Pero si usted piensa cuáles eran las condiciones de la literatura en Austria en el último cuarto de siglo pasado, entenderá mi perplejidad. Mi familia era pobre y la poesía, por testimonio de los más célebres contemporáneos, rendía poco o demasiado tarde. Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de inferioridad manifiesta en una monarquía antisemita. El exilio y el mísero fin de Heine me desanimaban. Escogí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la naturaleza. Pero mi temperamento permanecía romántico: en 1884, para volver a ver con unos días de anticipación a mi novia, lejos de Viena, hice sin cuidado un trabajo sobre la coca y me dejé robar por otros la gloria y las ganancias del descubrimiento de la cocaína como anestésico.

En 1885 y '86 viví en París; en 1889 estuve algún tiempo en Nancy. Esta permanencia en Francia tuvo una influencia decisiva sobre mi espíritu. No tanto por lo que aprendí de Charcot o de Bernheim sino porque la vida literaria francesa era, en aquellos años, riquísima y ardiente. En París, como buen romántico, pasaba las horas sobre las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del Barrio Latino y leía los libros sobre los que más se rumoreaba en aquellos años. La batalla literaria estaba en pleno desarrollo. El Simbolismo alzaba su bandera contra el Naturalismo. Al predominio de Flaubert y de Zola se lo estaba sustituyendo, entre los jóvenes, por aquel de Mallarmé y de Verlaine. Hacía poco que había llegado a París cuando salió el À Rebours de Huysmans, discípulo de Zola, que pasaba al Decadentismo. Y estaba en Francia cuando fue publicado el Jadis et Neguère de Verlaine y se recogieron las poesías de Mallarmé y las Illuminations de Rimbaud. No le doy estas noticias para presumir de mi cultura, sino porque estas tres escuelas literarias —el Romanticismo muerto hacía poco, el Naturalismo amenazado y el Simbolismo en alza— fueron las inspiradoras de todo mi trabajo posterior.

Literario por instinto y médico por fuerza concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy un poeta y novelista bajo la figura de un científico. El psicoanálisis no es otra cosa que la transferencia de una vocación literaria en términos de psicología y patología.
El primer impulso para el descubrimiento de mi método me vino, como era natural, de mi querido Goethe. Usted sabe que él escribió el Werther para liberarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él, catarsis. ¿Y en qué consiste mi método para la cura de la histeria si no en el hacer contar todo al paciente para liberarlo de una obsesión? No hice otra cosa que forzar a mis enfermos a actuar como Goethe. La confesión es liberación, o sea cura. Lo sabían desde hacía siglos los católicos, pero Victor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote y así me sustituí descaradamente al confesor. El primer paso había sido dado.

Me di cuenta de inmediato de que las confesiones de mis enfermos constituían un repertorio precioso de "documentos humanos". Yo hacía, por lo tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él obtenía, de aquellos documentos, novelas —yo estaba obligado a tenerlas para mí. La poesía decadente atrajo entonces mi atención hacia la semejanza entre sueño y obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. Había nacido el Psicoanálisis —no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los indicios de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las escuelas literarias amadas por mí.

Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que retomando las tradiciones de la poesía medieval había proclamado el primer lugar de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto de la sexualidad como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era ese.

El Naturalismo, y sobre todo Zola, me habituó a ver los lados más repugnantes pero más comunes y generales de la vida humana: la sexualidad y la avidez bajo la hipocresía de las buenas maneras; en resumen, la bestia en el hombre. Y mi descubrimiento de los vergonzosos secretos que cela el inconsciente no son otra cosa que la evidencia del acto de acusación sin prejuicios de Zola.
El Simbolismo, al final, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, comparados con las obras poéticas, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, o sea en el sueño manifestado. Fue entonces que emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños, como reveladores del inconsciente —de ese mismo inconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas que cada poeta debe crear su lenguaje y yo he creado de hecho el lenguaje simbólico de los sueños, el idioma onírico.

Para completar el cuadro de mis fuentes literarias agregaré que los estudios clásicos —cumplidos por mí como el primero de la clase— me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron con Platón que el estro, o sea el fluir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y al final con Artemidoro que cada fantasía nocturna tiene su recóndito significado.

Que mi cultura sea esencialmente literaria lo prueban abundantemente mis citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine y de otros poetas: la forma de mi espíritu está encausada hacia el ensayo, a la palabra, a lo dramático, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero científico. Y existe una prueba irrefutable: en todos los países donde ha penetrado el psicoanálisis, éste ha sido comprendido y aplicado mejor por los escritores y los artistas que por los médicos. Mis libros, de hecho, se parecen bastante más a obras de imaginación que a tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre las ocurrencias graciosas son prácticamente literatura y en Tótem y Tabúme puse a prueba incluso en la novela histórica. Mi deseo más antiguo y tenaz sería el de escribir verdaderas novelas y poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ya sea demasiado tarde.

De cualquier modo he sabido vencer, por una vía alterna, mi destino y he alcanzado mi sueño: permanecer literato a pesar de hacer, en apariencia, el médico. En todos los grandes científicos existe la levadura de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero nadie se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, transportadas en jerga científica, las tres mayores escuelas literarias del siglo diecinueve: Heine, Zola y Mallarmé se reúnen en mí, bajo el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio obvio y no lo hubiera revelado a nadie si no hubiese tenido la óptima idea de regalarme la estatua de Narciso».

La conversación, en este punto, se desvió —hablamos de América, de Keyserling, e incluso de las costumbres de las vienesas. Pero la única cosa que vale la pena conservar en papel es la que he escrito ya. En el momento de despedirme Freud me recomendó silencio en torno a su confesión:

«Usted no es escritor ni periodista, por fortuna, y estoy seguro de que no divulgará mi secreto».

Lo tranquilicé —y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a la imprenta.






martes, 20 de octubre de 2015

La transgresión en la literatura española del siglo XX, por: Ulises Paniagua (ensayo)

La transgresión en la literatura española del siglo XX
Ulises Paniagua

William Blake escribió: Los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la educación. Un verso que encaja con el largo grito español durante los años de dictadura franquista. En los años cuarentas y cincuentas del siglo XX, la producción literaria en aquel país europeo adquirió, de manera curiosa y a pesar del régimen, notables muestras de transgresión. Este ensayo, por su brevedad, no permite extenderse demasiado para conseguir un estudio profundo, aunque tampoco se ha pretendido tal fin al escribirlo. Me limitaré a explorar, de manera directa y concisa, dos fenómenos que demuestran un impulso dialéctico: la novela social, y la poética de los proscritos. La primera, iniciada por Camilo José Cela, se encaminó a la consolidación de una estética revolucionada, formal y conceptualmente, que alcanza su más alta expresión artística en las novelas de Miguel Delibes publicadas en los ochentas. La segunda, sustentada en cuatro autores (Dámaso Alonso, Blas de Otero, Gabriel Celaya, hasta llegar al maestro de la locura, Leopoldo María Panero), es una poética que, conforme se abría la represión y la censura, alcanzaba un  carácter de malditez sin máscaras ni tachones.
            A partir de 1942, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la narrativa española recurrió a la novela social como un arma del futuro (citando un poema de Gabriel Celaya), y se dedicó a tratar de explicar o denunciar fenómenos como la injusticia y la orfandad identitaria, mientras Europa era arrasada por las bombas. Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan / decir que somos quien somos, / nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. / Estamos tocando el fondo. (Celaya, 1960). Debe citarse como iniciador del movimiento narrativo a Camilo José Cela, con su libro La familia de Pascual Duarte (1942), novela que marca un antes y un después en la manera de contar una historia en lengua castellana. Otros autores, a partir de este parteaguas, continuarán en la línea durante cuatro décadas, revelando desigualdades y relaciones de dominación a través de conflictos de señoritos y patrones contra empleados o sirvientes. Algunos autores destacados de este periodo son: Juan A. de Zunzunegui, con Esta oscura desbandada (1952), Juan Goytisolo, con Juegos de manos (1954), Rafael Sánchez Ferlosio, con El Jarana (1956), Jesús Fernández Santos, con Los bravos (1954), Miguel Delibes (excelso, por cierto), con Mi idolatrado hijo Sísí (1953), Los santos inocentes (1981), y La Mortaja (1987), y Ángel María de Lera, con Los olvidados (1957), (que lo único que comparte con la cinta de Luis Buñuel de 1964 es el título).
Pablo Gil Casado, para explicar el fenómeno de la novela social de esos años, la divide en cinco categorías: 1) La abulia, 2) El campo, 3) El obrero y el empleado, 4) La vivienda, 5) Libros de viaje, y 6) La alienación (Gil, 1968: 14-16).
            La narrativa social, producto de un entorno represivo, aunque bajo atavismos de conflicto rural, mucho debe a la influencia de Bertolt Brecht y de György Lukács (Gil, 1968: 5), y se caracteriza por tres puntos básicos:

1.      El análisis exacto del pueblo como conjunto de fuerzas diversas y opuestas entre sí.
2.      La propuesta de elaborar los principios de un arte al servicio de una clase (el proletariado), que aspira a una función de guía, es decir, de un arte que también sobre el plano técnico-formal desarrolle un papel hegemónico en relación a toda la sociedad (rechazo del folklore como cultura de las masas subalternas).
3.      El empalme del aporte brechtiano con la elaboración científica de la noción de realismo, alimentado por la realidad misma.
(Gil, 1968: 5-6)

No se trataba ya de un realismo “rosa”, costumbrista, al estilo de Pérez Galdós o de Leopoldo Alas “Clarín”, sino de una forma directa en la búsqueda de identidad ante los procesos de una modernidad impuesta. Se trataba de saber qué significaba ser español, sobre todo si se era pobre. Se buscaba el corazón de la españolidad, con insistencia, para darle voz en medio de una esquizofrénica batalla entre fascismo y libertad. Juan Ramón Jiménez dedicó, en ese contexto, su obra poética “a la inmensa minoría”, declarando un carácter elitista donde el preciosismo en la prosa, y lo intelectual, estaban destinados a unos pocos. Blas de Otero, como respuesta agria a un discurso literario segregacionista, dedica sus versos “a la inmensa mayoría”, para integrar a las grandes masas campesinas y obreras, unidas contra la injusticia de una figura, llamada Dios, que bien podría ser una metáfora (consciente o inconsciente) de Franco. Es a la inmensa mayoría, fronda / de turbias frentes y sufrientes pechos / a los que luchan contra Dios, deshechos / de un solo golpe de tiniebla honda (Otero, 1950) También, en éste sentido de urgencia popular, Antonio Machado escribe: Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor. / Procura tú que tus coplas / vayan al pueblo a parar, / aunque dejen de ser tuyas / para ser de los demás.
La poesía, por su parte, se vuelca a un tono que no fue considerado contestatario del todo, según lo miraba la censura en un inicio, pero que mucho tenía de ello. La influencia de autores como Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine es evidente en versos llenos de un reclamo ácido. En el caso de los autores franceses, tal imprecación estaba orientada a los estragos de una era industrial, de una modernidad asfixiante para una comunidad que guardaba prácticas rurales todavía.
En cuanto a España, la acidez de los versos también reclama el pasado perdido, la destrucción del modo campesino de vida, pero esta visión de por sí pesimista se intensifica ante los horrores de una guerra fraticida, una guerra civil encarnizada, llena de asesinatos y persecuciones de carácter político. Para calcular las dimensiones de este conflicto, nacional en apariencia, basta citar el Congreso de intelectuales antifascistas, convocado en Valencia, en el año de 1937, al que acudieron escritores y artistas de la talla de Pablo Neruda, Octavio Paz, Silvestre Revueltas, Rafael Alberti y Elena Garro, para demostrar su repudio ante el peligro de una derecha intransigente. (Garro describe, perfectamente, ese episodio histórico en su libro Memorias de España 1937).
España estaba en el ojo del mundo. En poetas como Gabriel Celaya encontramos el miocardio del conflicto, un conflicto similar al que se debatía en la narrativa. Las altas esferas políticas, aliadas con pequeños grupos intelectuales que le eran cercanos (se rumora que Camilo José Cela fue censor de Franco) intentan hegemonizar la cultura, destacando lo que les sirve o parece apropiado, y rechazando “la otra poesía”, la que no habla de dioses y serafines, bajo el pretexto de no juzgarla digna por sus condiciones estéticas. Celaya protesta: Maldigo la poesía concebida como un lujo / cultural por los neutrales / que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. / Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse. (Celaya, 1960). ¿Dónde quedaban los pobres, el pueblo en montón, los marginados. “la inmensa mayoría? Blas de Otero y Celaya sabían que mientras el pueblo estuviese alejado de los libros no podría dejar de padecer el peso inhumano del régimen. Franco también. Y por ello, en algún momento de la dictadura, cuatro años, para ser exactos, no fue publicado un solo libro de manera oficial, bajo la consigna de Aquí no publica ni Dios. Nuevamente Celaya responde con un grito fiero: Poesía para el pobre, poesía necesaria / como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto, / para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica (Celaya, 1960).
Mientras tanto, ¿qué con lo español?, ¿qué significaba ser un español? Por momentos: el horror, la destrucción del alma a través de la guerra. Dámaso Alonso ya había iniciado el debate desde el momento que publicó, en 1944, un poemario que causó estruendo: Hijos de la ira. Un reclamo a lo celestial, extrañamente semejante a lo oficial, por los terribles daños causados a la paz y a la esperanza. Eran tiempos oscuros de una Europa sumida en la violencia y el hambre. Dice Dámaso Alonso: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas). / A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo / en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna  (Dámaso, 1944).
España como problema era el debate. ¿A dónde ir? ¿A qué aferrarse en el caos, en el naufragio? Lo cierto es que entre 1929 y 1972 la tierra española se vio se  sacudida por fuertes convulsiones socio-históricas. En este panorama aparece la figura de Blas de Otero, firme y poderosa, en un equilibrio cavernoso para comprender el proceso histórico, pero también para tratar de comprenderse a uno mismo: Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre / aquel que amó, vivió, murió por dentro / y un buen día bajó a la calle: entonces / comprendió: y rompió todos sus versos… (Otero, 1955).  El dolor era profundo, y parecía interminable. No se querían más balas, más llanto. Escribo / en defensa del reino / del hombre y su justicia. Pido / la paz / y la palabra.  (Otero, 1955). Bajo tan aciago panorama, sólo el suicidio o la revuelta parecían opciones al infierno que se padecía. Y si ambas fracasaban, se aspiraba, destrozado, a la nada: Entonces ¿para qué vivir, oh hijos /de madre, a qué vidrieras, crucifijos / y todo lo demás? Basta la muerte (…) Termina, oh Dios, de maltratarnos. / O si no, déjanos precipitarnos / sobre Ti, ronco río que revierte. (Otero, 1955).
Es justo aquí, en este ambiente podrido, desesperanzado, que los poetas, a pesar de su unidad, se internan en los versos tremendistas, cataclísmicos. Como respuesta, un odio expresado en palabras vierte veneno hacia los opresores y ante la pasividad de los oprimidos. Destrucción, autodestrucción. La malditez toma las bridas, como puede detectarse en versos del propio Celaya dedicados a Blas de Otero. La malditez como forma de transgresión. La transgresión ya no como único instrumento de protesta, de reclamo, sino de transformación profunda. Se rompen las estructuras tradicionales dando paso a nuevas formas, dinámicas, contrarias a la rigidez de los viejos militares, industriales y ganaderos que controlan los procesos económicos. Ahora es Rilke, ahora es Blake. Son los tigres de la ira:

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes, / y porque el mundo existe, y yo también existo,  / porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo, / gastando nuestras vueltas como quien no hace nada, / quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo / (…) / Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse: / El semillero hirviente de un corazón podrido, / los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas, / los días cualesquiera que nos comen por dentro, / la carga de miseria, la experiencia —un residuo—, / las penas amasadas con lento polvo y llanto. / Nos estamos muriendo por los cuatro costados, / y también por el quinto de un Dios que no entendemos. / Los metales furiosos, los mohos del cansancio, / los ácidos borrachos de amarguras antiguas, / las corrupciones vivas, las penas materiales... / todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro. / Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo. / La llama que nos duele quería ser un ala. / Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.
        (Celaya, 1960 )

En 1955, Ginsberg publica en Estados Unidos Howl (Aullido), poema imprescindible para la generaciones posmodernas:  I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked, / dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix (Ginsberg, 1955) *. ¿Habrían leído Celaya y De Otero estos versos? ¿O sucede que la malditez, la crítica a la maquinaria del mundo es un horror compartido en esa década? Lo relevante es como las formas poéticas se encaminan a versos de largo aliento y a temas urbanos donde la locura y el horror son escenarios comunes.
En España, el exponente digno de esta tradición, llevado al punto máximo de transgresión treinta años después, fue Leopoldo María Panero (quien murió finalmente recluido en un hospital psiquiátrico). Panero es la locura como medio de redención, el cuestionamiento a los “normales”, alienados, “esa inmensa minoría” que se sienten superiores a los caídos. El mundo es sangre y extrañeza en la obra de Panero. Es una balada de resentidos: Los libros caían sobre mi máscara (y donde había un rictus de viejo moribundo), y las palabras me azotaban y un remolino de gente gritaba contra los libros, así que los eché todos a la hoguera para que el fuego deshiciera las palabras (Panero, 1987).
Hablamos de un poeta desarraigado, un hombre desclasado que trabaja con sus versos contra la sociedad y contra él mismo, un ser que sufre del complejo de autodestrucción y que transforma ese complejo, esa autodestrucción, en obra de arte. Un maldito, en definitiva, que se suicida a cámara lenta y, de esta manera, es capaz de hacer su obra con prisas, iluminada con destellos e impulsada, paradójicamente, por ese descenso hacia el fondo del abismo que, en realidad, busca truncar con violencia, dejar inacabada, esa misma obra (M. Orozco, 2012). Emulando a Baudeleaire, («Ten piedad de mi larga miseria», de “Le fleurs du mal”), Panero compone un Himno a Satán, una plegaria que por maldita busca la defensa de los marginados:

Tú que eres tan sólo / una herida en la pared / y un rasguño en la frente / que induce suavemente / a la muerte.  / Tú ayudas a los débiles / mejor que los cristianos / tú vienes de las estrellas / y odias esta tierra / donde moribundos descalzos / se dan la mano día tras día / buscando entre la mierda / la razón de su vida; / yo que nací del excremento / te amo / y amo posar sobre tus / manos delicadas mis heces. / Tu símbolo es el ciervo / y el mío la luna: / que caiga la lluvia sobre / nuestras faces / uniéndonos en un abrazo / silencioso y cruel en que / como el suicidio, sueño / sin ángeles ni mujeres / desnudo de todo / salvo de tu nombre / de tus besos en mi ano / y tus caricias en mi cabeza calva / rociaremos con vino, orina / y sangre las iglesias / regalo de los magos / y debajo del crucifijo / aullaremos
(Panero, 1987)

No cabe duda de que la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, aunadas a una terrible dictadura, dejaron en el pueblo español hondas heridas, cicatrices que lentamente las nuevas generaciones han conseguido cerrar, bajo procesos de una libertad artística: de allí el movimiento del rock en español y de la liberación sexual, reflejada en las películas de Pedro Almodóvar.
España, antes de reconocerse como ahora pretende hacerlo, se debatía en dos, una oscura y amante de la muerte, y una luminosa que anhelaba la luz. Una esquizofrénica como el Guernica de Picasso; otra confundida como el payaso alegre y el payaso triste tan profunda y violentamente retratados por Alex de la Iglesia, en su cinta Balada triste para un solo de trompeta (2010). ¿Cómo comprender este camino del dolor? ¿Cómo llegar a la liberación? La novela social y la poesía brindan respuestas. La literatura, en su búsqueda, es transgresión, transgresión que redimió a una España fracturada por su propia locura. Ese enfrentamiento en el vértice, en el límite del aullido, fue una oportunidad, sin embargo, de alcanzar una salida: En el oscuro jardín del manicomio / los locos maldicen a los hombres (Panero, 1987).
Enfrentarse para reconocerse. Transgredir para dejar atrás. Maldecir para olvidar el rencor y mantener viva la memoria, eternamente. Ese es el fuego de la poesía y de la literatura. Esos son los colmillos filosos del tigre que devoran los rígidos fantasmas del pasado. España, recién salida del abismo de la dictadura, no ha podido ser la excepción.



*He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa …


Bibliografía:
1.      Alonso, Dámaso, Hijos de la ira. Espasa. España, Primera edición, 1944.
2.      Celaya, Gabriel, Poesía urgente. Losada, Argentina. Primera edición, 1960.
3.      Gil Casado, Pablo, La novela social española. Seix Barral. España, 1968.
4.      Otero, Blas de, Ángel fieramente humano. Lumen. España, 1950.
5.      Otero, Blas de, Pido la paz y la palabra. España, 1955.
6.      Panero, Leopoldo María, Poemas del manicomio de Mondragón. Hiperión. España, 1987.

Cinematografía:
1.      De la Iglesia, Alex, Balada triste de trompeta. 2010.

Fuentes electrónicas:

1.      M. Orozco, Revista de letras. Diario La Vanguardia, 27 /08/ 2012. http://revistadeletras.net/himno-a-satan-de-leopoldo-maria-panero/





jueves, 15 de octubre de 2015

Los umbrales del yo (Cuento de Ulises Paniagua)


Los umbrales del yo
 Ulises paniagua

Te vi muerto esta mañana confesó el vecino del apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
Me quedé de piedra.
Claro, ahora veo que no eras tú. El atropellado se te parecía mucho.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. El acto de confundirme con un cadáver me llenaba (sí / claro que sí) de un horror profundo.

Te estuve observando en el gimnasio el martes  —comentó siete días antes la vecina del 105, una guapa puertorriqueña. Allí comenzó el juego macabroTe veías bien.
Era imposible negarme al elogio. Había pasado mucho tiempo desde que una mujer bella me coqueteara. Me limité a cerrar el ojo, no sin torpeza, y a asentir (vamos muchacho / impresiónala) con docilidad.

Te vi corriendo en la mañana  —inició la conversación un amigo de infancia, cuando lo encontré hace tres días, camino a la oficina.
No era yo  —respondí, desconcertado Creo que me viste ayer, ayer sí corrí un rato.
No, fue hoy, temprano. Parecías un profesional.
Qué carajo significa parecer un corredor profesional, aún no lo sé. Pero comenzaba a sospechar que algún atleta vivía cerca de casa, una especie de doble de este humilde corrector de estilo.

¿No estabas abajo, en la entrada del edificio? me preguntó ayer un compañero, en la oficina de la editorial. Te acabo de ver con una rubia buenísima.
Maldije al otro mí. No sólo era un deportista, era un don juan, y también trabajaba en una oficina.
No he salido de…Ah, claro, si (cómo no / cómo no). Claro que era. Quién más podía ser. balbuceé, para no quedar en ridículo.
Aunque la confusión me alegraba porque generaba una buena imagen de mis capacidades galantes, comenzó a invadirme la paranoia.

Horas más tarde, el dueño de la tienda de la esquina juraba haberme visto pasar en un auto de lujo. Mi prima me llamó para felicitarme por mi entrevista en un noticiero. Mi hermano casi se infarta al verme entrar a un motel acompañado por dos chicas. Una foto con mi rostro aparecía en la portada de un diario importante.
A mí se me ha negado siempre la envidia, pero tuve que reconocer que las noticias que llegaban a mis oídos despertaron un justificado sentimiento de celos ante ese otro, ese que decían era mi yo exitoso, ubicuo.

Te vi muerto esta mañana  —confesó hoy el vecino del apartamento 303, en medio de la más oscura extrañeza.
No quise conocer pormenores ni circunstancias. Sin embargo, mi rostro emitió un rictus de satisfacción torcida. Experimenté una placidez morbosa, por un instante. Luego me puse triste nada más llegar a mi apartamento solitario, y encender el televisor.


Del libro: "Entre el día y la noche", de próxima publicación.


viernes, 2 de octubre de 2015

Peticiones inesperadas, un cuento de Ulises Paniagua.


Peticiones inesperadas
 Ulises Paniagua
Cuento


Se ha rebelado mi perro. Hace unas semanas me hizo entrega de sus peticiones. Se queja de que no le atiendo como antes, de que las labores de oficina y mis frustradas conquistas amorosas lo tienen en el olvido. Tal vez tenga razón. Asegura, con el ceño fruncido, que merece alguien mejor, alguien con quien experimente mayor empatía. Me muestra a cada rato un tomo titulado “Los derechos de las mascotas”. No sé de dónde lo ha sacado.
        La primera vez me dejó con la boca abierta. Debo reconocerlo, su oratoria era impecable. Luego me he acostumbrado a sus peroratas, interminables, sosegadas, racionales. Ha llegado a límites gnoseológicos y epistemológicos impensables, se pregunta por el “ser” de cualquier perro, y  cuestiona incluso el concepto de aquello que llamamos “perro”.
      Está insoportable, ya no quiere que le acaricie el lomo, que lo llame a silbidos, que le sirva croquetas. Un aparato para masajes, un celular, una buena arrachera, eso es lo que me ha pedido, esas son sus exigencias. Amenaza con sindicalizarse.
       Comenzó con sutilezas absurdas pero comprensibles. Ahora se ha apoderado de la casa y de mis fuerzas. Se pasa el día viendo el televisor mientras calza mis pantuflas. Yo me desvivo por atenderlo: le llevo comida, le acerco un libro, una cerveza. No puedo explicar por qué lo hago, supongo que los años que lo tuve en el descuido me han despertado una sensación similar al remordimiento.
      Las razones no importan. Explicarlo o aprehenderlo, qué más da. Ahora duermo en el sillón; él duerme en la recámara. El automóvil que le he comprado me tiene hundido en deudas. Si continúo faltando al trabajo van a despedirme.  Y por si fuera poco, las croquetas que me sirve en estos días saben horrible, parecen de pésima calidad. No sé dónde las ha comprado.


Del libro: "Entre el día y la noche".
Derechos reservados al autor.








jueves, 24 de septiembre de 2015

Sobre la muerte prehispánica (pensamiento efímero)

Ulises Paniagua



Muerte florida, concepción de la vida no como espejo de la muerte, sino como un todo. La vida es flor, la vida muere y renace en otra flor. La muerte es el color de la mariposa, es el ahuehuete, la muerte es lo macabro y lo bello en la concepción prehispánica. No existe lo negro y lo blanco. La muerte no es mala ni buena para ellos. La muerte es movimiento, canto perpetuo, oscilación del cosmos.



martes, 8 de septiembre de 2015

El lenguaje de la colonia Roma, breve crónica urbana de Ulises Paniagua.

El lenguaje de la colonia Roma
Ulises Paniagua


Fotografía: Ulises Paniagua

Son las 4 de la tarde. Al salir de la estación del metro Insurgentes, la glorieta es como un pulpo urbano, una inmensa plaza con múltiples salidas (de las cuales se debe elegir la indicada para llegar a la colonia Roma Norte). El bullicio de las conversaciones, la risa de los jóvenes y el desplazarse de las ruedas de las patinetas sobre el concreto de la plancha de la glorieta, nos recuerda lo céntrico y recurrido del lugar.
Cruzando un desnivel, la vista se abre a la calle de Jalapa. Muchos oficinistas vienen y van, algunos con prisa, otros con parsimonia. Los vendedores ofrecen agua, dulces, accesorios. De pronto el olor de bistec y de chorizo asados invade al olfato. Al doblar a la izquierda, sobre la calle de Puebla, esta sensación se intensifica. Tortas, tacos de suadero, tacos de guisado, cilantro, papalo. El olor convoca al apetito. Me siento a comer un par de tacos. Mientras tanto, veo desfilar a una gran cantidad de oficinistas y trabajadores que caminan por las aceras de la calle de Puebla. Frente a mí, el edificio funcionalista del Instituto de Derechos de Autor. De allí salen músicos y escritores. En el puesto, las conversaciones entre comerciantes que llegan a mis oídos abordan temas personales, del barrio; las de los oficinistas se refieren a sus empleos. Se percibe lo popular. La gente se reconoce con silbidos, con gestos. “…la sonoridad del ambiente es también un lenguaje en el que habla el lugar y le otorga “personalidad” (Vergara, 2013:55). Termino de comer y me pongo en marcha. Al llegar a la esquina, encuentro a un par de chicas que tocan la guitarra y cantan canciones rancheras. “Si nos dejan, hacemos de las nubes terciopelo…”. Una mujer ha montado un puesto de queso, crema y hierbas en el cruce de Puebla y Orizaba. Una fonda recibe una gran cantidad de clientes. A contraesquina, llama mi atención un edificio elegante. Es la Casa universitaria del libro. Con un patio amplio, con una arquitectura neoclásica, con una imprenta en la entrada delatando viejas funciones editoriales, el edificio es un verdadero palacio. Las columnas, los rosetones, las cornisas, los remates, todo es refinado. Pero algo parece fuera de lugar.  Los balcones no funcionan en realidad. El espacio para pararse en ellos es mínimo, una persona no cabe allí. La fachada es en este caso una máscara, sólo anuncia el status del edificio. “La fachada es “la cara” del lugar, pero, a veces, es más bien su máscara.” (Vergara, 2013:63). La colonia de origen porfirista reafirma, un poco torpemente, sus sueños aristocráticos. Es curioso que, al ingresar al patio de este edificio, la sonoridad habla: los ruidos populares, incluso el de los automóviles, se atenúan. La Casa universitaria del libro resignifica su espacio hecho para los libros, para la tranquilidad, la reflexión.
La figura de la iglesia de la Sagrada Familia se recorta en el cielo. Es espectacular. Sus guiños góticos, sus arcos ojivales, sus vidrieras y sus rosetones son de dimensiones monumentales. Voy a ella, en la esquina opuesta. A sus puertas, un grupo de indigentes conversa. La gente desfila sin prisa.
Del fondo de la calle, me atrae el sonido de una fuente que me invita a acercarme. Es un parque, la Plaza Río de Janeiro. En el centro, una réplica de “El David” de Miguel Ángel parece cuidar de los visitantes, desde el pedestal de una fuente. Hay una exposición de artículos indígenas y otra sobre memoria histórica de la colonia, al aire libre. La exposición dicta, con su presencia, la fuerte identidad de los habitantes hacia el lugar, y la importancia que tiene para ellos preservarlo y conservarlo. De pronto las notas de un trovador llenan el ambiente. En una pequeña carpa, un cantautor interpreta una balada melancólica. El día está nublado. Las casas alrededor remarcan su influencia neoclásica, de corte inglés enladrillado, o art decó. Con la canción nostálgica, un poco de bruma y la escultura que remata la fuente, uno juraría que está caminando las calles de alguna pequeña ciudad europea. Es como volver al pasado, a los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado.
Por el parque desfila una gran cantidad de personas, demostrando con vestimentas y posturas sus prácticas sociales, y algo más. Están los estudiantes de clase media, chicos de primaria o secundaria con uniformes escolares de escuelas de paga; están los hípsters que ven correr el tiempo sentados a la orilla de la fuente, algunos leyendo: los deportistas de clase media y baja enfundados en sus ropas deportivas; los clasemedieros aspirantes a las altas esferas, vestidos con chaquetas de cuero o de pana, mujeres vestidas con ropa de diseño, o enjoyadas. Los hombres y las mujeres que menciono al final caminan erguidos, fríos; con el ceño fruncido y el rostro de aquel que está percibiendo malos olores todo el tiempo.  “…el cuerpo es la forma en que el actor, sujeto o lugareño define y expresa su ser, en consonancia con su fachada personal y el medio que él mismo y el lugar producen-proveen” (Vergara, 2013:51).
Pasear al perro aquí es símbolo de status. Casi todos traen en mano la correa de sus perros, vengan a correr o a caminar. Se trata de animales de raza, no hay ninguno callejero, desde luego. La conducta en esta colonia parece dictar que tener un perro de raza y pasearlo indica que eres parte de una generación única, conformada por diversas tribus urbanas clasemedieras (hípster, snob, neo-aristócrata). También expresa que estás al tanto de la moda.
Continúo por la calle de Durango. La música va quedando a mis espaldas. Comienzan a aparecer fachadas y casas de inicios del siglo XX, de corte porfirista. En la colonia, la arquitectura habla por sí sola, busca monumentalidad y elegancia. “El espacio arquitectónico es también factor que condiciona las prácticas del lugar, y tiene su propio lenguaje. En este sentido, se observa una progresión expresiva que articula la función y el significado para (…) fusionarlos de manera peculiar” (Vergara, 2013:61). Es impresionante la cantidad de rosetones que puede uno encontrar. Es la colonia de lo rosetones, y de los medios sótanos. Todas las casas antiguas poseen sótanos que se ventilan e iluminan a través de la calle, de ventanas circulares  hechas de herrería.
Giro por Frontera y me encamino al corazón de la Roma Norte. Aparecen cafés, bares, restaurantes, reposterías, tiendas de muebles. Los locales poseen nombres extranjerizados, muchos de ellos hacen referencia a un anhelo parisino, ya sea en el propio nombre, ya sea a través de diseños que traen a la memoria a Láutrec, o los tiempos del Moulin Rouge.
Podemos interpretar mucho acerca del lugar, si recurrimos a referencias etnográficas: Desde el punto de vista del lenguaje articulado, acotando, se puede decir que el lugar es su nombre, sus diálogos y sus relatos (…) En muchos casos, el nombre lo caracteriza y es el recurso por el que se lo evoca y proyecta…” (Vergara, 2013:44). Los locales de la Roma Norte hablan por sí mismos: Conde, Corazón Contento, Forneaur y Rosseau, Memorias de un barista, Costillas D” Fuentes, Kitchen. Los nombres remiten a una visión europeizada, francesa, británica o irlandesa, siempre nostálgica. Los locales anuncian con presunción el año de su fundación. Desde 1960, desde 1930, desde 1906, etc. Hasta los hoteles de paso pregonan aires de ducado: Hotel Monarca, Hotel Milán.
Eso sí, la calle de Frontera es eso, precisamente, una frontera, porque a partir de ella y hacia avenida Cuauhtémoc, los negocios se vuelven populares. Los tacos “Frontera” son concurridos por fresas y por nacos, ambos grupos se mensajean con amigos lejanos a través de sus celulares y sus tablets, de manera constante.
Llego a avenida Álvaro Obregón, antiguamente avenida Jalisco. Allí se abre el espacio, el recorrido se vuelve paseo, el tiempo se detiene a pesar de la circulación de los automóviles que transitan a alta velocidad. Es el boulevard, modelo importado desde las  militares fantasías del barón de Haussmann. Fuentes con figuras mitológicas (bajo la tradición renacentista pero labradas en bronce), aterrizan las fantasías aristocráticas del lugar. Hay que admitir que los sueños de grandeza de los pudientes de inicios del siglo XX consiguieron una estética especial en estas calles y plazas. La colonia tiene encanto.
Una exposición de pintura se desarrolla a lo largo del camellón central, en uno de los corredores culturales más activos de la ciudad de México. Al costado, cafés y bares imprimen una presencia bohemia, intelectual y pseudo-intelectual al entorno. Se arma una mancha (Magniani, 2005) alrededor de los espacios literarios. Existen librerías de viejo, se encuentra aquí la Casa del poeta (donde se desarrolla en ese momento la presentación de un libro y un taller de creación literaria). Cerca, Casa Lamm imparte cursos de arte y literatura. Los artistas que buscan espacios y gente similar, invaden cafés y bares. Hay bullicioso en las aceras, también muchos extranjeros hospedados en hoteles cuatro o cinco estrellas, mucha gente joven, música lounge. A los locales les gusta demostrar su refinamiento. No son cantinas. Son espacios para “borrachos bien”.
En Mérida me sorprende encontrar un mercado sobre ruedas. Gente de todo tipo come quesadillas, gorditas; compra nopales, queso, chicharrón. Ese mercado sobre ruedas es como un símbolo del paso del tiempo: no existe lo aristocrático sin lo popular. Ambos elementos co-existen, son parte de la vida, pueden convivir en paz. Los “sueños de nobleza” se diluyen con la invasión de la cultura mexicana, en ese espacio socio-territorial (el tianguis) que remarca la condición local, lejos de miras europeizantes.
Fatigado, con la preocupación de un cielo cargado de nubes grises que anuncian tormenta, me refugio en un café de la calle de Córdoba. Allí me dedico, ocioso y curioso, a ver caer la lluvia, esa lluvia que moja las viejas fachadas, que baña a chicas hermosas (modelos desconocidas, actrices aspirantes, estudiantes de diversas universidades) que cruzan delante del café. Tomo un periódico del local, y así se me va la tarde, confinado en una bella burbuja, ajeno a una ciudad agitada y posmoderna, envuelto en el suave rumor de la lluvia y de los sonidos de una calle de la colonia Roma.


Bibliografía.                          

García Vázquez, Carlos,  Ciudad Hojaldre, visiones urbanas del siglo XXI. Gustavo Gili, España, 2004.
Vergara Figueroa, Abilio, Etnografía de los lugares. Escuela Nacional de Antropología e Historia. México, 2013.