martes, 10 de noviembre de 2015

Por qué leer a René Avilés Fabila, por: Ulises Paniagua

Por qué leer a René Avilés Fabila
Ulises Paniagua



Muchas veces me he preguntado, entre batallas y romances en el mundo cultural, y su submundillo snob y politizado, por qué al leer a escritores como René Avilés Fabila, Gonzalo Martré, Roberto López Moreno y Elena Garro, entre muchos otros, borrosos (a fuerza de querer borrarlos), queda la incómoda impresión de que no se ha hecho justicia en nuestras letras. Ésa es una primera impresión. De inmediato lo confirmo: no se ha hecho justicia a estos autores. Tal vez por su franqueza, por la congruencia de pensamiento, por la mala relación con otros grupos intelectuales. En fin, que se trata de un misterio no tan misterioso.
En México es común juzgar a los artistas, no por su obra literaria, sino por sus credenciales ante los medios de difusión, oficiales o comerciales. Un error fatal, si tomamos en cuenta que la literatura posee ejemplos como Franz Kafka, en Praga, o Francisco Tario, en México, cuyos intereses literarios (fabulosos en ambos sentidos, por cierto) estaban alejados del reconocimiento de los otros.
            El caso de Avilés Fabila ocupa un lugar preponderante: lo que pasa con él es que es un escritor atractivo para las mujeres, tal vez por sus ojos claros, o por su conversación (Cristina Pacheco lo calificó como uno de los mejores conversadores hoy en día). Eso es algo que muchos no soportan. En México, el cliché es un escritor panzón, inseguro, barbudo y con gafas de fondo de botella.  Por lo tanto, una actitud como la de René despierta sospechas entre inseguros horrendos. 
Otra característica de su personalidad es ese sentido del humor ácido, poco frecuentado en la crítica y las páginas mexicanas. Jorge Ibargüengoitia, Juan José Arreola, y el colombiano Fernando Vallejo, son ejemplos de qué tan lejos se puede llevar el humor para arremeter contra las incongruencias del mundo moderno y posmoderno. Moliere y Wilde lo hicieron saber, muy bien, en su época. René no tiene empacho en darle a cada quien lo que merece. Se mofa, con agudeza, de políticos y de pretenciosos, de falsos marginales y de drogadictos que se autonombran artistas. Arrasa con todo, hasta con la religión católica, al escribir El evangelio según René Avilés Fabila, y al calificar a La biblia como un libro fundamentalmente violento. Desde luego, este estilo mordaz, inteligente, le ha valido múltiples enemigos, cuyas quejas -para que dupliquen su rencor-, al maestro Avilés Fabila le tienen sin cuidado.
Escritor de vasta cultura, inquieto, director del prestigioso suplemento cultural El búho, periodista mítico de Excélsior, ha decidido indagar en diversos tópicos. En su novela El gran solitario del palacio, prohibida en México a finales de los sesentas y principios de los setentas, ahonda en un tema político que, cuarenta años después, es de una vigencia demoledora. En Réquiem para un suicida se aborda un fenómeno que ha sido considerado tabú en una sociedad persignada y remilgosa.
En Tantadel y La canción de Odette se aproxima a lo erótico, empleando una prosa pura, fundamentada, que hace de esos relatos una delicia. No en vano tuvo como maestros a Juan José Arreola y a Juan Rulfo (como los tuvo su gran amigo y compañero, José Agustín), en el Centro Mexicano de Escritores. Ambas novelas son magistrales. Avilés Fabila es, sin duda alguna, uno de los mejores escritores mexicanos, sino el mejor, para abordar el asunto amoroso y, por qué no decirlo, el desamoroso.
 En De sirenas a sirenas, y El Bosque de los prodigios, aborda un género poco practicado: las ficciones, donde aparecen referencias mitológicas y bestiarios, con recursos empleados de manera magistral. Sus invenciones, en estos libros, son un poderoso ejercicio de la imaginación. Sólo se puede aplaudir el talento, leer con fascinación sus relatos. En medio de una tradición mexicana realista por mal hábito, Avilés Fabila se atreve a ondear la bandera de lo fantástico y lo insólito, como la clasificaría Tzvetan Todorov, para salir triunfante.
Incluso cuentos sobre hermosas hechiceras y fantasmas que habitan mansiones del Pedregal, son parte de su magnífico imaginario. Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Allan Poe, son presencias que pueden manifestarse en los relatos de terror, de los que, dicho sea de paso, es también uno de los iniciadores en nuestro país.
Si algo admiro en René es la propuesta lúdica; y cuando se atreve a explorar el género de la parábola para resaltar injusticias políticas o lo absurdo de situaciones cotidianas. La sutileza para llegar a lo profundo, ése es el gran mérito de él, quien confirma en palabras propias que no es una casualidad la creación de textos para decir lo que se debe decir, sin decirlo de manera directa. Cito: “Deberíamos tener un gran cambio. Tal vez deba escribir una fábula en lugar de un artículo, como otras que he escrito y que reflejan la forma, mi forma de ver México y a mi medio continente: América Latina: algo como los apólogos”.
René es un maestro de la narrativa, un ejemplo del periodismo, una institución del quehacer cultural. Los reconocimientos nacionales no lo respaldan de manera oficialista, sino que obsequian un humilde homenaje a una obra que las nuevas generaciones debemos revisar con atención. No estamos ante un escritor de “la onda”, como han querido estigmatizarlo desde que la ignorancia de Margo Glantz descalificó a una generación de jóvenes al ponerles una etiqueta. René Avilés Fabila comenta, a propósito: Ésa (la generación “de la onda”),  fue una discutible calificación que Margo Glantz nos endilgó para hacerse pasar como crítica literaria aguda e innovadora, cuando ella es mejor analizando a los clásicos.
Premio Nacional de Periodismo en 1991, Medalla de Bellas Artes en el 2014, René Avilés Fabila es también uno de los mejores cuentistas contemporáneos, al lado de nombres como Daniel Sada y Sergio Pitol. René reconoce, incluso, que el cuento es el género donde se siente más cómodo. Declara: "diría que para mí el cuento es simplemente atrapar algo que me gusta. Cazar una anécdota, o una parte de la anécdota; reproducir un diálogo; reconstruir una mini situación. Y cuanto más reducida sea la historia aprehendida, más me satisface. Los primeros cuentos que escribí eran de muchas páginas y con el tiempo he podido quitar, quitar y quitar palabras hasta llegar a una especie de síntesis, a un constante resumen en el que me interesa especialmente una prosa muy ceñida, donde evito incluso todo tipo de metáforas”.
Una labor casi quijotesca, y noble en extremo, es la que han emprendido el escritor mexicano y su esposa, Rosario Casco, al abrir y mantener un proyecto sin precedentes: El Museo del escritor, que es realmente único en el planeta. No sólo es un museo del escritor en idioma español; porque en él hay libros, obras, objetos, recuerdos de escritores de todas partes del mundo. Baste decir que en este museo llegaron a exhibirse un par de originales de Allan Poe, y todas las firmas de los premios Nobel en español. Actualmente, por falta de apoyos institucionales, el Museo permanece cerrado. Pero la determinación de René y de Rosario, para reactivarlo, es un verdadero acto de valentía.
En fin, que la figura de René Avilés Fabila, el escritor, el hombre, el promotor cultural, es legendaria. Y su obra, patrimonio de las letras mexicanas. Los invito a leerlo con atención, lejos de etiquetas estúpidas y de prejuicios absurdos. Estoy seguro que en estas lecturas encontrarán más de uno y mil prodigios: un universo fantástico, terrorífico, amoroso, y político, que es necesario explorar. No se limiten a odiar al escritor por sus ojos claros y por su tremenda capacidad de buen conversador, y mucho menos lo odien por lo que otros muchos críticos se atreven a maldecir sobre él.

Portal del Diezmo, San Juan del Río, Querétaro, 2015.



jueves, 5 de noviembre de 2015

"Visita a Freud", un libro de Giovanni Papini.

Visita a Freud
Giovanni Papini
Traducción: Fernando Acevedo


Había comprado en Londres, hacía dos meses, un hermoso mármol griego de la época que representa, según los arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que dos días antes Freud había cumplido setenta años —nació el 6 de mayo de 1856— le envié la estatua como regalo, con una carta de homenaje al "descubridor del Narcisismo".
Este regalo bien escogido me valió una invitación del patriarca del Psicoanálisis. Vuelvo ahora de su casa y quiero anotar de inmediato lo esencial de la conversación.
Me pareció algo desesperado y melancólico. «Las fiestas de los aniversarios», me dijo, «se parecen demasiado a las conmemoraciones y recuerdan demasiado a la muerte».
Me ha impresionado la forma de su boca: una boca carnosa y sensual, algo satírica, que explica visiblemente la teoría de la libido. Pero estaba contento de verme y me ha agradecido calurosamente por el "Narciso".
«Su visita es para mí un gran consuelo. ¡Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente! Vivo todo el año entre histéricos y obsesivos que me cuentan sus obscenidades —casi siempre las mismas—; entre médicos que me envidian cuando no me desprecian; y con discípulos que se dividen entre papagayos crónicos y ambiciosos cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. Enseñé a los demás la virtud de la confesión y no he podido nunca abrir por entero mi alma. He escrito una pequeña autobiografía más que nada con fines de propaganda y si acaso me he confesado, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?»

Respondí que había leído algunas traducciones inglesas de sus obras, y que únicamente para verlo me entretuve en Viena.

«Todos creen», prosiguió, «que tengo el carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la cura de las enfermedades mentales. Es un enorme malentendido que ha durado muchos años y que no he logrado disipar. Soy un científico por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es la del artista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la juventud, Goethe. Hubiera querido, en aquel entonces, convertirme en un poeta, y toda la vida he deseado escribir novelas. Todas mis aptitudes, reconocidas incluso por mis maestros del Gimnasio, me llevaban hacia la literatura. Pero si usted piensa cuáles eran las condiciones de la literatura en Austria en el último cuarto de siglo pasado, entenderá mi perplejidad. Mi familia era pobre y la poesía, por testimonio de los más célebres contemporáneos, rendía poco o demasiado tarde. Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de inferioridad manifiesta en una monarquía antisemita. El exilio y el mísero fin de Heine me desanimaban. Escogí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la naturaleza. Pero mi temperamento permanecía romántico: en 1884, para volver a ver con unos días de anticipación a mi novia, lejos de Viena, hice sin cuidado un trabajo sobre la coca y me dejé robar por otros la gloria y las ganancias del descubrimiento de la cocaína como anestésico.

En 1885 y '86 viví en París; en 1889 estuve algún tiempo en Nancy. Esta permanencia en Francia tuvo una influencia decisiva sobre mi espíritu. No tanto por lo que aprendí de Charcot o de Bernheim sino porque la vida literaria francesa era, en aquellos años, riquísima y ardiente. En París, como buen romántico, pasaba las horas sobre las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del Barrio Latino y leía los libros sobre los que más se rumoreaba en aquellos años. La batalla literaria estaba en pleno desarrollo. El Simbolismo alzaba su bandera contra el Naturalismo. Al predominio de Flaubert y de Zola se lo estaba sustituyendo, entre los jóvenes, por aquel de Mallarmé y de Verlaine. Hacía poco que había llegado a París cuando salió el À Rebours de Huysmans, discípulo de Zola, que pasaba al Decadentismo. Y estaba en Francia cuando fue publicado el Jadis et Neguère de Verlaine y se recogieron las poesías de Mallarmé y las Illuminations de Rimbaud. No le doy estas noticias para presumir de mi cultura, sino porque estas tres escuelas literarias —el Romanticismo muerto hacía poco, el Naturalismo amenazado y el Simbolismo en alza— fueron las inspiradoras de todo mi trabajo posterior.

Literario por instinto y médico por fuerza concebí la idea de transformar una rama de la medicina —la psiquiatría— en literatura. Fui y soy un poeta y novelista bajo la figura de un científico. El psicoanálisis no es otra cosa que la transferencia de una vocación literaria en términos de psicología y patología.
El primer impulso para el descubrimiento de mi método me vino, como era natural, de mi querido Goethe. Usted sabe que él escribió el Werther para liberarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él, catarsis. ¿Y en qué consiste mi método para la cura de la histeria si no en el hacer contar todo al paciente para liberarlo de una obsesión? No hice otra cosa que forzar a mis enfermos a actuar como Goethe. La confesión es liberación, o sea cura. Lo sabían desde hacía siglos los católicos, pero Victor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote y así me sustituí descaradamente al confesor. El primer paso había sido dado.

Me di cuenta de inmediato de que las confesiones de mis enfermos constituían un repertorio precioso de "documentos humanos". Yo hacía, por lo tanto, un trabajo idéntico al de Zola. Él obtenía, de aquellos documentos, novelas —yo estaba obligado a tenerlas para mí. La poesía decadente atrajo entonces mi atención hacia la semejanza entre sueño y obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. Había nacido el Psicoanálisis —no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los indicios de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las escuelas literarias amadas por mí.

Me explicaré más claramente. El Romanticismo, que retomando las tradiciones de la poesía medieval había proclamado el primer lugar de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto de la sexualidad como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era ese.

El Naturalismo, y sobre todo Zola, me habituó a ver los lados más repugnantes pero más comunes y generales de la vida humana: la sexualidad y la avidez bajo la hipocresía de las buenas maneras; en resumen, la bestia en el hombre. Y mi descubrimiento de los vergonzosos secretos que cela el inconsciente no son otra cosa que la evidencia del acto de acusación sin prejuicios de Zola.
El Simbolismo, al final, me enseñó dos cosas: el valor de los sueños, comparados con las obras poéticas, y el lugar que ocupan el símbolo y la alusión en el arte, o sea en el sueño manifestado. Fue entonces que emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños, como reveladores del inconsciente —de ese mismo inconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas que cada poeta debe crear su lenguaje y yo he creado de hecho el lenguaje simbólico de los sueños, el idioma onírico.

Para completar el cuadro de mis fuentes literarias agregaré que los estudios clásicos —cumplidos por mí como el primero de la clase— me sugirieron los mitos de Edipo y de Narciso; me enseñaron con Platón que el estro, o sea el fluir del inconsciente, es el fundamento de la vida espiritual, y al final con Artemidoro que cada fantasía nocturna tiene su recóndito significado.

Que mi cultura sea esencialmente literaria lo prueban abundantemente mis citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine y de otros poetas: la forma de mi espíritu está encausada hacia el ensayo, a la palabra, a lo dramático, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero científico. Y existe una prueba irrefutable: en todos los países donde ha penetrado el psicoanálisis, éste ha sido comprendido y aplicado mejor por los escritores y los artistas que por los médicos. Mis libros, de hecho, se parecen bastante más a obras de imaginación que a tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre las ocurrencias graciosas son prácticamente literatura y en Tótem y Tabúme puse a prueba incluso en la novela histórica. Mi deseo más antiguo y tenaz sería el de escribir verdaderas novelas y poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ya sea demasiado tarde.

De cualquier modo he sabido vencer, por una vía alterna, mi destino y he alcanzado mi sueño: permanecer literato a pesar de hacer, en apariencia, el médico. En todos los grandes científicos existe la levadura de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero nadie se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspiraciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, transportadas en jerga científica, las tres mayores escuelas literarias del siglo diecinueve: Heine, Zola y Mallarmé se reúnen en mí, bajo el patronato de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio obvio y no lo hubiera revelado a nadie si no hubiese tenido la óptima idea de regalarme la estatua de Narciso».

La conversación, en este punto, se desvió —hablamos de América, de Keyserling, e incluso de las costumbres de las vienesas. Pero la única cosa que vale la pena conservar en papel es la que he escrito ya. En el momento de despedirme Freud me recomendó silencio en torno a su confesión:

«Usted no es escritor ni periodista, por fortuna, y estoy seguro de que no divulgará mi secreto».

Lo tranquilicé —y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a la imprenta.